Siempre me ha inquietado esa sensación cada vez más habitual
en mí de sentir nostalgia por algo no vivido. No sé cómo explicarlo, quizá sólo
sea afinidad por aquello que creo añorar o, simplemente, el anhelo de
haberlo vivido. Me pasa mucho con París, pero no con el Paría al alcance de un
billete de avión, un hotel o la casa de un amigo. No, el París que añoro es un
París imposible de recuperar. El París que imagino con olor a pan recién hecho
y lecheros que acarrean su mercancía en triciclos, sobre la calzada de
calles brillantes que acaban de ser regadas o con gente sentada en la
terraza de un café, leyendo el periódico o mirando pasar la vida ante una taza
de infusión o un aperitivo.
Sé que es absurdo, porque ese París que añoro es sólo
imaginado o reconstruido a partir del pasaje de una novela, los
versos de un poema, el estribillo de una canción, el humo, los murmullos,
las risas y el jazz improvisado en una cava, una foto no posada de
Doisneau o una escena de cualquier película en blanco y negro, eso
sí, de François Truffaut o Louis Malle.
Me gusta París, como me gustan los recuerdos, vividos o
inventados, y no siempre los míos. Me gusta compartir con amigos esos
retazos de vida, suyos y míos, que dibujan una sonrisa y encienden
los ojos de quienes escuchamos. Es algo que me ocurre con más frecuencia
últimamente, no sé si porque vivo solo o porque estoy ya en esa etapa de la
vida en la que pesan mucho más los recuerdos que las expectativas. Quizá sea
por eso, aunque también puede deberse a que tengo unos amigos interesantes a
los que no dejo de descubrir cada día, con los que las horas pasan lentas
y placenteras ante una mesa o en torno a unas cañas en la barra de un bar. Ese
es el gran secreto. Comparto con mis generosos amigos mi vida y sus vidas. Y
aprendo, siempre aprendo, siempre descubro en ellos matices y vivencias
que no dejan de sorprenderme y, claro está, de sorprenderme.
Es curioso que, como en el caso de mi nostalgia de ese París
irrecuperable, con mis amigos, tengo la sensación de asomarme a sus vidas como
un espectador privilegiado, al que permiten compartir amistades, poemas,
canciones o recuerdos. De vez en cuando, incluso, se enredan en los versos de
un tango, en una escena de "La venganza de Don Mendo" o en la
explicación de un juego de manos, dejándome con la sensación de que es poco lo
que yo les aporto, salvo, quizá, las fotos. Esas fotos en que mi Canon, en modo
todo automático, les saca tan guapos, pese a que, con mis
ojos, apenas puedo hacer otra cosa que encuadrarles y aislar el
momento en el espacio y el tiempo.
Es una suerte tenerles cerca, como es una suerte haber
pisado las calles de París después de una de esas tormentas que se desatan allí
en julio que multiplican la belleza de esa ciudad, como multiplican ellos la de
mi vida.
En fin, es una suerte poder edificar mi nostalgia con
los ladrillos de sus recuerdos y, teniendo eso, no creo que deba envidiar
nada.
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1 comentario:
¡Ho, que hermoso!me he quedado sin palabras...
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