Lo escribía esta mañana en mi muro: hay días en que, al
encender la radio, cree estar sufriendo alucinaciones, porque qué pueden ser,
si no, el asesinato del militar en Londres, los disturbios en Suecia, las
declaraciones de apoyo de Ignacio González a Aznar, la negación de las críticas
del caudillín a Rajoy hecha por la anodina ministra de Sanidad, la esgrima de
éste para salir del mal trago de su encuentro con la prensa con sonrisas y
bromitas socarrones, el presidente de Madrid, el único en apoyar a Aznar y
perseguido como éste por la sombra de Gürtel querellándose contra la
portavoz del PSM en la Asamblea por haber puesto voz a lo que piensan muchos
madrileños o el brote, más virulento que nunca de la epidemia de violencia
contra las mujeres. Todo difícilmente comprensible, difícilmente asimilable en
una sociedad que se dice avanzada y del siglo XXI.
Y es que, a veces, uno tiene la sensación de que
la vida se parece a una tediosa tarde de televisión en la que, al
zapear, cada vez que se pulsa el mando a distancia, la pantalla
responde con otra escena tan absurda e incomprensible como la que le
precede y que acaba por borrarla de nuestro pensamiento, mientras permanecemos,
con los ojos como platos pendientes de ese sorprendente televisor que es la
vida.
De todo lo visto y oído ayer, lo que mayor impacto ha dejado
en mí es ese salvaje y desasosegante asesinato en Londres de un soldado elegido
al azar para ser degollado por dos musulmanes africanos como chivo expiatorio
de los excesos de las grandes potencias en países como Afganistán o Iraq, sumidos en la
violencia desde que Bush y Blair, con el apoyo del caudillín Aznar,
emprendieron aquella injusta y equivocada guerra preventiva que aun hoy sigue
engordando diariamente el balance de sus víctimas, la inmensa mayoría de ellos inocentes.
Hace seis años me tocó vivir la conmoción causada en Londres
por los atentados del metro, a la que la policía británica respondió, al
contrario de lo que ocurrió en España con el 11-M, con la histeria y los
excesos que quizá aislaron un poco más a esa población marginada en la que
brotan y crecen el odio y la violencia que lleva a lo de ayer. Aquí, los
que tuvimos la oportunidad de hacerlo, nos esforzarnos en separar lo que, como
el asesinato de ayer, fueron atentados sangrientos y crueles, pero
aislados y atribuibles a un grupo marginal que nada tenía que ver con
la generalidad de la comunidad musulmana que vive en nuestro país.
Quienes atentaron contra los trenes en Madrid se quitaron de
en medio volándose cuando la policía se disponía a asaltar el piso de Leganés
en que se escondían. Si tenían una explicación para lo suyo, se fue con ellos.
Los autores del atentado de ayer, uno de ellos, con las manos llenas de sangre
y todavía en ellas el hacha y el cuchillo con que apuñaló y degolló al soldado,
habló, dirigiéndose a la cámara del teléfono móvil de una testigo, del ojo por
ojo y diente por diente, al tiempo que pedía perdón a las mujeres que
contemplaron su salvajada, pero recordando que otras mujeres, musulmanas como
ellos, son testigos de la violencia que causan allí las tropas occidentales.
A más de uno le volverá una y otra vez al pensamiento
la escena de ayer. Es dura, pero encierra una enseñanza; el terrorismo casi,
por no decir siempre, es una respuesta, desmedida, injusta y cruel, no lo
olvidemos, a una afrenta o una agresión previa, real o imaginada. Y no se
necesita de infraestructuras sofisticadas y grandes sumas de dinero para
cometer un crimen terrorista. Basta con un cuchillo y un hacha de cocina, quizá
la ayuda de un compañero y mucho odio, siempre injustificado a la víctima.
De todas las alucinaciones que creí ver ayer, ésta es, sin
duda, la más terrible. Pero se puede aprender de ella, no quemando mezquitas y
asaltando los barrios de los africanos y musulmanes, sino, por el
contrario, apoyando a su mayoría pacífica, ayudándoles en estos
momentos de dificultades y dejando sin argumentos a quienes pretenden sembrar
en ellas el odio que lleva a lo de ayer.
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