Cuando ayer me fui a la cama, aún no sabía nada de la
tragedia que acababa de ocurrir en Niza. Me acosté y, de hecho, hoy me he
levantado pensando en escribir sobre lo lejos que están los gobiernos de
nosotros, los ciudadanos. Pensaba en que hace ya años, décadas, que estos
gobiernos tienen poco o nada que ver con quienes les votan, que le único que
esperan de aquellos para quienes dicen gobernar es que les voten una y otra vez
y, para ello, trampean con los presupuestos, las obras públicas y los impuestos
para que un puente, una carretera o unos pocos euros en el bolsillo de casi
todos, que se convierten en bastantes más en los de unos pocos, bastan para
tapar todos los desmanes anteriores y hacer creíbles promesas inverosímiles.
Pensaba, por ejemplo, en lo que le cuesta a una izquierda
que hace demasiado tiempo no se comporta como tal, unirse al resto de la
izquierda, ahora que puede, para formar un gobierno que subvierta este estado
de cosas tan injusto que ha devuelto a nuestro país, el hambre y la
desigualdad. Pensaba en qué es lo que les ha llevado a dejarse acunar en los
brazos del capital más salvaje, uno que ni siquiera Marx y Engels llegaron a
imaginar, para, engatusados por los halagos y las migajas de la mesa de los poderosos,
dejarles hacer y deshacer a su antojo leyes que, luego, ni siquiera respetan.
Me fui a la cama pensando que quien debía haber velado para
que los europeos todos, también los griegos, también los portugueses, también
nosotros, viviésemos en la mejor Europa posible, a salvo de los vaivenes de la
política y la economía, el miserable, ya puedo decirlo, anfitrión del aquelarre
de las Azores, el amoral José Manuel Durao Barroso, era, en realidad, un tapado
de la banca que trajo la desgracia al mundo, con la basura tóxica de sus
hipotecas-basura, de la banca que maquilló las muy oscuras cuentas griegas,
empujando al país mediterráneo y al resto de la Europa mediterránea hacia el
abismo de la crisis y la miseria, el ex presidente de la comisión, se marchaba,
no a casa, sino al lujo de un despacho, desde el que seguir trabajando contra
quienes debería haber defendido, cobrando de esos a los que ha engañado y
pretende seguir engañando, una pensión mensual que supere lo que reciben muchos
europeos después de toda una vida de trabajo.
Me fui a la cama pensando que esto no puede durar mucho más
y que, si no es desde la política, será desde otro ámbito como se cambiará o se
intentará cambiar este estado de cosas, este mundo desigual que se parece
demasiad a una olla a punto de reventar.
Me acosté pensando en todo eso y me he levantado con el
sobresalto provocado por quienes también creen que este mundo no es posible,
con un ejemplo de hasta dónde puede llegar la desesperación humana o el uso que
algunos pueden hacer de ella, hasta donde llega la codiciosa ceguera de unos
que provoca la rabia ciega de otros, llevándose por delante la vida y la
felicidad de quienes, quizá, no tienen nada que ver con una ni con otra.
Barbaridades como la de anoche llevan a gobernantes poco
inteligentes y demasiado comprometidos con oscuros intereses a responder al
terror con más terror, a responder a las bombas y los asesinatos con bombardeos
y asesinatos indiscriminados, daños colaterales les llaman, que volverán
alimentar la espiral del odio y la violencia indiscriminada, una espiral
en la que sólo ganan las petroleras, las grandes constructoras, las empresas
que venden falsa seguridad y, sobre todo, quienes amasan fortunas con la sangre
de las víctimas de las armas que fabrican. Y ganan, también, quienes sólo saben
responder con venganzas y odio a quienes odian también a quienes dicen
defender, porque les convierten en rehenes de la desconfianza y la marginación
de sus vecinos.
Unos y otros saben muy bien lo que hacen. Unos y otros saben
de sobra que no es con dolor como se combate el dolor, que no es con odio que
se acaba con el odio. Saben muy bien cuantos más desheredados haya en la tierra
más gente habrá que, sin armas, sin bombas, con un camión, un coche, una motocicleta
o un cuchillo de cocina tratarán de acabar con su rabia. Saben de sobra que, si
siguen sembrando injusticia, no tardarán en aparecer nuevos mártires capaces de
sembrar de sangre y dolor el escenario de lo que debería haber sido una fiesta.
Saben de sobra que recluyendo a los jóvenes hijos de inmigrantes, jóvenes sin futuro, en guetos desolados y desoladores, cuando se les niega la esperanza, se les pone en la vía del martirio criel. Saben de sobra que, antes o después, la injusticia acaba convirtiéndose en
terror.