Desde que, ya va para cinco años, la economía española
comenzó a hacer agua, quienes estamos a bordo, o al menos yo, tenemos la
sensación de que quien maneja el timón, arriba en en el puente es un
capitán que, o está ciego y sordo, o está borracho. Cómo explicar, si no, todas
las maniobras equivocadas que se vienen ordenando, mientras la nave,
inexorablemente, se dirige hacia el desastre.
Cuando estalló la burbuja inmobiliaria y la nave comenzó a
escorarse, los grandes constructores, los que viajan en primera clase,
ayudados por la banca, corrieron a poner sus enseres -todos o casi todos en
negro- a salvo en botes salvavidas que partieron a idílicas playas de paraísos
fiscales, usando para moverse el combustible que tan necesario le era a la
nave con problemas. El resto, lo que les pareció demasiado pesado o poco
rentable, lo dejaron a bordo.
Mientras tanto el capitán ciego o borracho comenzó a
desmantelar la misma nave, siguiendo las órdenes del armador que, sentado
en su cómodo sillón en tierra firme, hace las cuentas de lo que costará salvar
la nave y lo que podría sacar de ella como chatarra. Por eso el capitán comenzó
a tirar por la borda elementos fundamentales del banco t a mandar marineros a
la bodega del paro, cuando en éstas ya se apretaban los que trabajaban
al servicio de los privilegiados pasajeros de primera clase y que no
quisieron llevarse consigo.
Obsesionado por la sobrecarga, el armador siguió con lo
suyo, ordenando arrojar más peso por la borda. Y el capitán, confundido y
borracho de poder, decidió también deshacerse de la comida que regaló a los
oficiales para que también se pusiesen a flote, alegando que su supervivencia
era vital para todos. Y, claro, comenzó a usar la violencia para contener a
quienes, algunos desde la primera señal de alarma, habían sido arrojados al
fondo de las bodegas. Únicamente los más fuertes y mejor preparados para
nadar se atrevieron a saltar por la borda de la frontera para ponerse a salvo
por sus medios en un gesto que, desde el puente, se consideró fruto de su espíritu
aventurero.
Mientras, el resto, con las máquinas paradas, sin apenas
nada para llevarse a la boca, desalojados de sus modestos camarotes,
esperamos en alta mar el milagro de la llegada de una ayuda que no sea
interesada o quién sabe si de un motín que ponga fin a tanto desatino.
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