Decir que Carles Puigdemont es un personaje más bien
oscuro llevado por las circunstancias mucho más allá de sus posibilidades es,
en verdad, aportar poco o nada a la historia de estos últimos meses en
Cataluña. Es, por decirlo con un tópico, la confirmación de esa sabia ley, no
sé si de Murphy, que asegura que cada cual alcanza su máximo nivel de
incompetencia, porque, si algo ha quedado claro es que el cesado president de
la Generalitat de Catalunya nos ha demostrado, adornándose con su cara de pasmo,
lo incompetente que ha podido llegar a ser.
Dicen que desde su más tierna infancia Carles Puigdemont se
sintió independentista y que, ya en su juventud, aprovechaba la más mínima
ocasión para dejar claro, en fronteras y aeropuertos, que su nacionalidad era
la catalana y no la española y le supongo luciendo en la trasera de su coche
una de aquellas pegatinas con la letra C que pretendía ser el distintivo
nacional de Cataluña que luego hubo que cambiar por CAT o por el burro, porque
la C estaba asignada a los "carros" cubanos.
Tuvo suerte y fue capaz de aprovechar todas las
oportunidades que le dio la vida, siempre a cubierto bajo el paraguas de la
desaparecida Convergencia, hoy transmutada en el PDeCat, por efecto del 3%,
hasta alcanzar, después de haber pasado por la alcaldía de Girona, un escaño en
el Parlament, sin haber encabezado nunca ninguna lista electoral. Todo porque
el destino es un caprichoso jugador de billar que ha propiciado las carambolas
precisas para convertirse en heredero, más que trágico, bufo de Lluís Companys.
Lo que no acabo de explicarme, salvo por efecto de ese vicio
malsano que se manifiesta en algunos directores de medios. y él lo fue, de
forzar el titular, el vicio de armar con elementos precarios cuando no
insuficientes informaciones que desvirtúan la realidad. Y a fe que lo llevo a
cabo, cuando, después de sustituir a Artur Mas como candidato a la presidencia
por Junts pel Si, fue investido president con el apoyo envenenado de la CUP y
el encargo tan deseado como obligado de convertirse en presidente de esa
república catalana independiente con la que soñaba de niño. Más que un sueño,
un anhelo vehemente, al servicio del cual puso todas sus artes, malas y buenas,
forzando al límite todas y cada una de las situaciones surgidas en el camino,
hasta el punto de soslayar, olvidar, el marco en que se movía, el estrado de
derecho y la ciudadanía a la que decía defender. Fue así o para eso como acabó
secuestrando el parlamento catalán, como se olvidó de las necesidades de su
pueblo, del paro, de la Sanidad, de los barracones en los que se ven obligados
a aprender muchos niños catalanes, de los ancianos y los jóvenes, para
entregarse en cuerpo y alma a la propaganda, a construir un castillo en el
aire, en España dicen los británicos, a crear un país imaginario y a
explicarlo en las televisiones y las radios que controla, a
"venderlo" en el extranjero, a pedir ayuda contra la tiranía española
que castiga y persigue a los catalanes, sin car en la cuenta de que son
millones los europeos que pasan cada año por Barcelona sin haberse topado nunca
con esa dictadura tiránica que les contaban, porque Cataluña no es Crimea ni
cualquier rincón oscuro del mundo del que se pueden contar sin problemas
leyendas inverosímiles, porque Cataluña está ahí, a una o dos horas y unos
pocos euros de casi toda esa Europa a la que reclaman como compañera de viaje.
De que la leyenda era inconsistente fue una prueba lo pronto
que se desinfló la burbuja del sueño en cuanto la economía real, no el mito
nacionalista, entró en juego. Los valores de los bancos catalanes, Caixabank y
Sabadell, empezaron a pasar frío en la Bolsa. Enseguida se fueron al calor y la
seguridad de Valencia o Alicante y, con ellos, centenares de empresas grandes y
pequeñas y la confianza de los catalanes en los gestores de ese nuevo país que
les prometían.
Sólo la torpeza del ministro sevillano del Interior insufló
algo de aliento al sueño, toda una pesadilla para otros. Por eso Puigdemont,
empujado por sus interesados aliados, se vio obligado a emprender una huida
hacia adelante, de la que este din de semana perdió todo el control.
Para interpretar al ya cesado president, no hay más que
fijarse, no en sus intervenciones, sino en sus silencios, en esas miradas
perdidas, en los temblores y las muecas de sus labios finos, en el miedo de
quien sabe que ha ido mucho más allá de donde debía. Por eso, en un gesto
teatral, de comedia bufa, como un amante sorprendido en la alcoba de su amada,
Puigdemont se ha ido, a oscuras, como votó la independencia, al país de Tintín
y los últimos etarras, buscando, más que un reconocimiento para su república,
que sabe que no tiene, una salida en forma de aplazamiento y escándalo a la
próxima etapa de su vida que, por su imprudente aventura, por falta de ese
sentido de la realidad que dicen tener los catalanes, puede transcurrir, en el
peor de los casos, en una prisión española. Una tocata llena de falsas notas y
desatinos, culminada ahora con una fuga todavía por explicar.