Hace sólo unas horas, la Corte Suprema de El Salvador o, mejor dicho, los miembros de la Sala de lo Constitucional de la misma, porque los tribunales no deciden, deciden los hombres, ha prohibido a Beatriz C., una joven gestante de un feto que nacería con el cerebro gravemente dañado y sin apenas probabilidades de vivir, la posibilidad -allí el derecho no existe- de abortar, como ha solicitado para no poner en riesgo su vida, gravemente amenazada por las graves complicaciones que tendría para ella llevar hasta el final la gestación.
Dicen los magistrados que el derecho a nacer de ese feto malformado -difícilmente se puede hablar en su caso de derecho a la vida- está por encima del derecho a vivir de una joven de veintidós años postrada en la cama de un hospital para la que ayer se cerró la puerta de una esperanza racional. Para los magistrados es muy fácil decretar la vida, a veces también la muerte. Para ellos, la tragedia de Beatriz no pasará de ser un caso más, un legajo lleno de informes y contrainformes, cargado de citas sublimes ensalzando el valor de la vida, una vida que apenas tiene que ver con la que vivirían Beatriz y su feto, si es que logran sobrevivir a tan difícil prueba. Los magistrados se lavan las manos, y las conciencias, encomendando a los médicos la vigilancia de la salud de la joven y conminándoles a proporcionarle el tratamiento adecuado en cada momento.
Con su decisión, estos tres magistrados, todos hombres, condenan a la joven, con toda una vida por delante, a que crezca en su vientre un ser -no me atrevo a llamarle humano- que carecerá de vida autónoma en cuanto nazca. Es algo así como condenarla a parir la muerte, si es que sobrevive al suplicio. Y un castigo tan cruel no se cumple sin dejar graves secuelas psíquicas en Beatriz. Algo que sería capaz de entender cualquiera que no pensase en la mujer como en un ser inferior que trabaja, da placer y pare los hijos a voluntad del macho.
Aquí, en España, asistimos con escándalo a tamaña crueldad y lo hacemos con el distanciamiento que da creernos a salvo de que aquí ocurra algo parecido. Pero yo no estaría tan seguro. Y no lo estaría porque el gobierno de España tiene planes para que Beatriz y otras mujeres en su situación pasen por la misma tortura. Tenemos un ministro de Justicia empeñado desde que llegó al cargo en arrancarse con el estropajo de la intransigencia machista y ultracatólica la piel de "verso suelto" del PP que tan bien le vino en tiempos para camelar a los madrileños. Tenemos también una ministra de Sanidad y, lo que es peor, de Igualdad para la que el mundo, la vida -ajena- ha de ser un valle de lágrimas -a ella y que fue su marido le iban más los coches de lujo en el garaje y las toneladas de confeti para los niños en el jardín- que debemos tomar como un tránsito místico hacia el paraíso prometido. Tenemos, por tanto, dos ministros, un gobierno que mantendrían a Beatriz, hasta el parto o algo peor, cautiva en la cama de un hospital, poniendo en peligro su salud física y mental, para devolverle al siniestro Rouco tantos favores prestados.
Quienes comparten la cruel moral de los obispos y este gobierno nos hablan de la voluntad de un dios implacable a la hora juzgar a los más débiles y necesitados que, sin embargo, tiene la manga muy ancha para perdonar las injusticias e inmoralidades de todo tipo de los poderosos. Nos dicen que lo único que tiene algunos, no es de ellos, sino de ese dios tramposo que han inventado. Y en su nombre condenan a muerte y, con toda la crueldad que seamos capaces de imaginar, decretan también la vida.
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