Ese y no otro es el dilema. Ofrecer caridad en los
momentos de dificultades en vez de hacer justicia. La cosa no es nueva. Es
algo que han practicado los buenos cristianos y la gente de orden desde
siempre. Recuerdo como, con la desaparición del franquismo, empresarios que se
tenían por buenos y "obreristas", una especie de padres para sus
trabajadores, pasaron a comportarse como verdaderos patrones, a veces en
amos tiránicos cuando las leyes cambiaron, los sindicatos fueron libres y,
lo que concedían antes como gracia y con palmaditas en la espalda, hubieron de
darlo por ley y como derecho.
No les gusta, no. Lo llevan grabado a fuego en la
conciencia. Lo aprenden en las meriendas y los tés de sus padres, en medio de
los cuales aprenden que hay apellidos que valen más que otros y que lo que
no viene de serie en la sangre se puede conseguir con dinero. Y saben
perfectamente, también, que como en los viejos puertos de montaña, las
distancias se acortan, aunque con esfuerzo, si se tienen los pulmones
suficientes para atrochar entre curva y curva asumiendo la pendiente. Muchos
españoles de clase media baja, algunos de familias más humildes, incluso,
consiguieron escapar de la maldición que les perseguía desde la cuna.
Esas trochas que acortaban el camino podían ser muy
distintas y yo conozco algunas, tanto en el bachillerato como en la
Universidad. Había padres que se mataban a trabajar como mulas para conseguir
pagar un buen colegio para sus hijos. Había también alguna madre que nunca
esperaba a su hijo a la salida del colegio, para no hacerle pasar la vergüenza
de que sus compañeros reconocieran en ella a la limpiadora que con escobas,
trapos y bayetas, pagaba las mensualidades. Había, incluso, una forma más cruel
y antigua de hacerlo y era la de obligar a los mismos estudiantes humildes
a ejercer de fámulos de los ricos, sirviendo y limpiando mesas después de las
comidas para, así, pagar la educación que estaban recibiendo.
Pero había, además, otro ascensor social, otra forma de
"rescate" de los más avispados de entre los hijos de los pobres que
se practicaba especialmente en los pueblos. Allí era el cura párroco el que
buscaba a los más buenos y más listos de entre los hijos de los buenos
cristianos, para mandarlos al seminario, de donde, si eran capaces de
sobrevivir al hambre, el frío, la tiranía y, a veces, los abusos de algún que
otro superior, salían como sacerdotes para apacentar las ·ovejas" del
señor y escoger, a su vez de entre ellas las mejores, para entregárselas a la
iglesia y cerrar tan vicioso círculo.
También los había que, con premeditación o no, se subían a
ese tren, para abandonarlo después por falta de vocación, pero con unos
estudios con los que defenderse en la vida. Se daba todavía en mi
generación o incluso antes. De hecho tengo buenos amigos que pasaron por ello y
el periodismo está lleno de ejemplos. Ahora ya no, aunque quizá vuelva la burra
al trigo, porque hasta ahora ha habido crisis de vocaciones, una crisis que,
bien mirado, no ha sido otra cosa que la consecuencia que la llegada de la
enseñanza obligatoria y gratuita a todos los rincones del país.
Si os detenéis a pensarlo, todas esas modalidades de
ascensor social tienen algo de forma de caridad. Y la caridad tiene la
virtud, para el que al ejerce, de que deja un cierto estigma, en quien la
recibe. Por eso la buena gente de la derecha, la gente de orden, los que
añaden siempre, machaconamente, a cualquier detalle de su identidad ese
"de toda la vida" que algunos hemos tenido que oír, gusta más de la
caridad que de la justicia. Por eso exigen siempre, a cambio de la limosna, una
cierta sumisión, un bajar la cabeza o un "eternamente agradeció" del
que la justicia les privaría.
El ministro Wert es un claro ejemplo de esa gente de orden
de la que os hablo. Por eso, en cuanto se relaja, le afloran los viejos
recuerdos, los tics de otra época y acaba relacionando, si no confundiendo,
caridad y justicia, limosnas y becas.
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