No me atrevo a afirmarlo rotunamente, pero creo que Nelson
Mandela ha sido, aún sigue siendo, el último héroe, el último símbolo de
la lucha por la libertad. No sé si hoy sería posible otro Nelson Mandela. Lo
que sí sé es que sería distinto. Es más, ni siquiera sé si ese hipotético
héroe del siglo que vivimos tendría rostro, porque hoy las luchas son
anónimas y colectivas, pese a que, en ocasiones, haya quienes que, como el
soldado Manning o Edward Snowden, movidos por su conciencia se arriesgan para
defender con sus denuncias la libertad que ni siquiera somos
conscientes de haber perdido.
No es fácil, salvo excepciones, encontrar ahora un marco
como la Sudáfrica por cuya libertad luchó Mandela. No es fácil,
porque los regímenes despóticos han aprendido a subyugar a los pueblos de
manera más sibilina. Cada vez son menos los sátrapas que, como Mubarak, Al
Assad o el desquiciado Erdogan, sujetan a la población a sangre y fuego.
Suelen hacerlo con mano izquierda. A veces, desde el poder conseguido con las
urnas, porque han aprendido la lección y saben que de vez en cuando hay que
levantar la bota, porque, cuando no hay nada que perder y todo está por ganar,
cuando el hombre alcanza sus límites, y, sólo cuando llega a ellos,
es capaz de superarlos.
Es lo que ocurrió en Sudáfrica, donde las leyes eran tan
injustas, donde ser negro, en una tierra que fue de sus antepasados,
era poco más que ser un animal, carne de mina y fábricas, carne de servicio
doméstico, esclavos sin cadenas o, mejor dicho, encadenados con sangre y
terror, confinados en guetos, obligados a desaparecer del paisaje, como
desaparecen hoy las basuras de las ciudades.
En ese escenario Mandela tuvo la suerte, si se le puede
llamar suerte, de convertirse en la imagen de la dignidad, de ser un hombre inquebrantable
que supo encarnar los valores que su pueblo quería conquistar. También
tuvo la suerte de que, en los años previos al que fue el final de su
cautiverio, el mundo comenzaba a ser global, Y las injusticias en el país
del apartheid comenzaron a serlo en todo el mundo y a importarle a toso el
mundo. Mandela tuvo la suerte de que en un mundo en el que, apenas unos años
antes, Estados Unidos, el paradigma de la democracia, mantenía leyes
racistas no tan lejos de las surafricanas.
Quizá por ello, por esa mala conciencia, y porque la
historia de Madiba Mandela tenía mucho de mediática, la juventud de todo el
mundo acabó movilizándose y la figura del líder encarcelado se convirtió en la
del héroe que la juventud andaba buscando. Hoy Mandela es un símbolo, su
autoridad moral sigue siendo incontestable, pero, como pasa siempre, su
sueño se está desmoronando en manos de sus sucesores. Harían falta muchos
mandelas para retomar el tono del músculo revolucionario que tanto echamos de
menos hoy. Son otros tiempos y en estos tiempos quizá esos héroes hayan de ser
otros.
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