Partamos de una advertencia: tengo una desconfianza innata
ante todo aquel que necesita disfrazarse para marcar distancias con quienes han
depositado, o no, el poder que ejercen. Hablo de los hombres y las mujeres de
la religión, la justicia, y las fuerzas armadas y de seguridad. M diréis
que por qué no también los médicos y demás trabajadores de la
sanidad y rápidamente os contesto que, en su caso, lo que llevan es ropa de
trabajo. No me gustan las sotanas, los hábitos, las togas ni, en general,
los uniformes.
En el caso de las togas, mi desconfianza innata se ha visto
reforzada por alguna experiencia nefasta e indirecta en el mundo de los
tribunales y por los años de profesión en que anduve ocupándome de la
información de los tribunales. El único consuelo que me queda es que, en alguna
ocasión, la justicia que no es justa puede llegar a ser poética. Lo puede
comprobar cuando, por mor de un tramposo y ambiguo contrato de arrendamiento,
se vio obligado a vender al arrendatario del local que era el resultado del trabajo
de toda su vida por un precio fijado en el momento de la firma. El quid de la
cuestión y del fallo judicial estuvo en interpretar que pese a que figuraba
como una opción, tal opción obligaba a la venta. A mi padre le costó la salud,
la minuta del abogad y las costas del juicio. Podría haber recurrido el
fallo, pero la salud mandaba. La paradoja es que, al final, justicia
se hizo poética cuando el avispado arrendatario sigue sin poder vender, ni al
ventajoso precio a que entonces lo compró, el local que ha tenido que
cerrar.
Esta digresión personal viene a cuento de que,
desgraciadamente, justicia y jueces no tienen por qué ir de la mano y a que,
cuando se entra en un juzgado, tiene más posibilidades de salir triunfante el
más avisado y no el que lleva la razón. Lo estamos viendo continuamente,
porque continuamente observamos cómo quien tiene dinero y poder para rodearse
de una buena cohorte de abogados tiene, salvo excepciones, más posibilidades de
salir indemne o beneficiado de los tribunales. O es que hay alguien capaz
de creer que otro que no fuese Miguel Blesa, un vulgar chorizo o un estafador
de poca monta, por ejemplo, hubiese podido salir de prisión tan
fácilmente, pese a que el montante de su delito no llegase ni a la centésima parte
de los 36 millones del crédito que sin garantías, más bien al contrario,
concedió a su amigo Gerardo Díaz Ferrán.
Me diréis que la instrucción del juez Silva no ha sido
ejemplar, que quizá se ha dejado llevar por la pasión, que quizá haya habido
también algo de animadversión hacia el poderoso que se va de rositas y con
una pensión de libro, después de haber hundido Caja Madrid y de haber estafados
a decenas de miles de sus clientes, arrebatándoles sus ahorros.
Sin embargo, el método es el método y, en los asuntos de la
justicia que tiene que ver con las togas, el procedimiento es lo que manda. Y
tiene su lógica, porque si no fuese así, de qué vivirían los grandes bufetes de
abogados, cómo desmontarían verdades evidentes, cómo conseguirían una segunda
oportunidad para que los urdidores del caso Naseiro se zambullesen en la trama
Gürtel. Es verdad, el método es el método. El método puede apartar de algunos
casos y de la misma carrera judicial a los jueces incómodos con el poder. Ahí
tenemos a Garzón que, a su manera, es verdad, consiguió llevar al sanguinario
Pinochet ante los tribunales.
Ahora le ha tocado el turno al juez Elpidio José Alonso, de
cuyas presuntas rarezas hemos sabido más, en apenas un mes, que del asunto que
trataba en su juzgado. Y todo porque ha dado con un poderoso que ha afilado sus
garras y ha puesto en marcha toda su maquinaria, haciendo circular dosieres por
las redacciones, para presentarle como un juez raro y peculiar, lleno de
trampas, capaz de ensañarse con el pobre Miguel Blesa, al que ni siquiera ha
dejado casarse tranquilo.
Decía que tengo tendencia a desconfiar de las togas y de los
disfraces que dan autoridad, es más, sinceramente creo que algunos de quienes
se presentan a la judicatura lo hacen porque oposiciones para la plaza de dios
hace mucho que no salen. Pero, aún así, hay jueces y jueces. Hay jueces Robin
Hood toman partido por los débiles y hay jueces que, como Pilatos, se quedan siempre a la sombra del poder.
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