Excelencia. Nunca me ha gustado la palabra. Dijo
Rilke que la patria del hombre es la infancia y en mi patria, la palabra
excelencia iba siempre unida a un posesivo, su, y tenía detrás el timbre
metálico y nasal de la voz de David Cubedo adornándola siempre con los mismos y
ampulosos adjetivos, pero cambiando el escenario, que era una vez una presa,
otra un hospital o una fábrica y, a veces, corridas de toros o partidos de
fútbol, aunque en esos casos era Matías Prats el que tomaba el relevo a Cubedo
para cantar las glorias y virtudes de ese general bajito y barrigón, de voz
atiplada y mirada distante y desconfiada que tanto daño hizo durante tanto
tiempo a España y los españoles.
Creo que queda claro porque no me gusta la palabra, más si
tenemos en cuenta las veces que se la he escuchado a personajes como
Esperanza Aguirre o Alberto Ruiz Gallardón gastándose en publicidad y canapés
lo que ahora nos falta para dar de comer a los niños o cuidar a los ancianos.
No me gusta, no. Sobre todo, porque en uno y otro caso es hueca y falsa, porque
aquel general nunca fue excelente en nada, quizá en crueldad y en cinismo, del
mismo modo que en boca de los otros sólo era una etiqueta cara y vacía que
colgar de sus inventos. Una etiqueta que adoraban se desvivían por colgar a su
idea de educación, o debería decir negocio, elitista y exclusiva, cultivada con
mimo como un rosal regado con el agua destinada al resto del jardín.
Llevan décadas practicándolo. Y no sólo desde que estalló la
crisis, porque ya se encargó Gallardón el justo de permitir a los colegios
concertados, pagados también con nuestros impuestos, los de todos los vecinos,
discriminasen a los alumnos extranjeros o procedentes de familias
desestructuradas o con problemas, de dinero, claro, para quedarse con la simiente
transgénica que son los hijos de las clases medias del país.
Llevan décadas haciéndolo "a la chita callando", aunque dese hace
dos o tres años, con la excusa de la crisis se han quitado la careta y
han entrado a asaco con un sistema que tenía la virtud de garantizar,
o intentar al menos, que el punto de partida fuese el mismo para
todos.
No sé cómo ha sido en otras comunidades, pero aquí, en
Madrid, llevamos demasiado tiempo asistiendo al proceso de destrucción del
sistema educativo, aliñado con la campaña de desprestigio del
profesorado, con el único y miserable fin de adelgazar el presupuesto destinado
a educar a todos, mientras se engorda el de los colegios concertados en el
que poner a salvo a los españolitos "pata negra". Han ido
todo este tiempo contra ellos llamándoles vagos, criminalizando a sus
sindicatos y tratando de echarles encima a los padres, mientras convertían
los colegios en un producto más a la venta, estableciendo clasificaciones
de calidad, ordenándolos por resultados, para aumentar la demanda de
plazas sobre unos, mientras se deja caer a los otros, en lugar de
apoyarlos con refuerzos o mejorando sus instalaciones.
En el sumun de este delirio ultraliberal, Esperanza Aguirre
inauguró con orgullosa pompa un instituto de excelencia, sólo para los mejores,
una especie de reserva de cerebros, en el que echar el resto, sin pensar
que lo que importa del sistema no es ese escaparate, sino la trastienda de los
institutos de barrio, con sus instalaciones deterioradas, sus alumnos mal
alimentados, que llegan cansados a clase y tienen que enfrentarse cada día a
las dificultades de un idioma que no es el suyo.
Han vivido el sueño de podar el sistema, dejando a salvo sus
brotes predilectos, sin darse cuenta de que, pese a todo, los ciudadanos defenderían
este sistema que es el suyo. Han dado pasos en falso y no han querido ver que
las protestas de padres, profesores y alumnos no eran una cuestión de unos
cuantos sindicalistas. Eso quizá sirva para justificarse en los despachos o
para escribir editoriales en sus periódicos, pero no vale para la calle ni,
mucho menos, para los colegios.
Han perdido el tiempo construyendo una fábula increíble y ni
siquiera sus ejemplos, los estudiantes a quienes pondrían la etiqueta de
excelencia, les dan la razón. Lo hicieron hace unos días algunos de los
licenciados con premio fin de carrera y lo hizo ayer el mejor estudiante
madrileño en las pruebas de selectividad, Anatolio Alonso, que, con su 9,95, se
enfundó en la camiseta verde de la enseñanza pública para decir que "la
escuela pública es donde me he criado y donde me ha formado. Aquí se ven
personas que puede que no sean tan brillantes como en el bachillerato de
excelencia, pero así es la sociedad". Sabias palabras que resonarían como
un mazazo, si es que quisieron escucharlas, en los oídos de Esperanza
Aguirre o del ministro Wert, quien, por cierto va de fracaso en fracaso y de
abucheo en abucheo. El último, anoche mismo, junto a la reina, cuando, en los
saludos, se dijo su nombre en el homenaje a Teresa Berganza.
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