Vivimos tiempos desasosegantes en los que, a menudo, uno
tiene la sensación de que nunca le dicen ni le dirán toda la verdad.
Como para muchos hijos de mi tiempo, para mí Europa fue un sueño en la
distancia que, una vez alcanzado, garantizaría la democracia, el bienestar y,
por qué no, también la riqueza para España. Y, de hecho, al principio fue
así. Recuerdo, por ejemplo, haber dado a posteriori la razón a Felipe González,
que nos vendió la entrada en la OTAN como un mal menor y necesario para alcanzar
el sueño de formar parte de Europa.
Quién me iba a decir que el verdadero mal estaba en la misma
Europa, en esto que ha acabado por ser Europa que tan lejos queda ya de
aquella Europa soñada. Recuerdo con qué sentimiento de orgullo, de pertenecer
a un club de prestigio llevé en mi cartera aquellos primeros
euros. Y qué decir de aquel primer pasaporte de ciudadano de la Unión Europea
que permitía aterrizar con privilegios en casi cualquier rincón
de Europa, qué sensación la de no tener que dar explicaciones por tu viaje ni
tener que mostrar tu dinero para que te dejasen pasar.
Un espejismo. Aquellos sueños son ahora un espejismo, porque
en Europa, como en todo selecto club que se precie, hay una élite que dicta las
normas y pone las condiciones para ingresar o seguir perteneciendo a él. Aquellos
primeros tiempos, en los que ser carne de mercado y mano de obra barata se
compensaba con la llegada de infraestructuras y fábricas, están ya muy lejanos,
porque, como los carteristas en el metro, otros políticos que ya no han
sido González y Kohl han repartido nuestro futuro en negociaciones que ya
no tienen nada que ver con la transparencia ni la lealtad de entonces, y nos
han hecho poner la atención en otra cosa, mientras que con sigilo nos
levantaban la cartera.
Del sueño que un día fue Europa, apenas queda nada. Esta
Europa que añoro sin haber llegado a disfrutarla del todo ha sido tomada al
asalto por el capitalismo más cruel y salvaje ese que no quiere fábricas ni
edificios, el que compra empresas y países para vaciarlos de cualquier riqueza
y, como el letal parásito que es, una vez agotada la vida en ellos, salta con
toda la vida y la energía robadas al cuerpo de una nueva víctima.
Es una nueva forma de colonialismo sin bandera ni metrópoli
que, como el místico asesino que fue el rey Leopoldo de Bélgica, buscan sus
congos en los países que pierden el paso en la dura marcha que impone
Alemania en Europa. Lo viene a decir el sociólogo portugués Boaventura de Sousa en una interesante entrevista que hoy
publica Público.es. Conviene reflexionar sobre lo que dice. Aún queda
tiempo para poner fin a esta pesadilla. Aún tenemos la fuerza de nuestro
voto y tenemos que aprender a usarlo. Dentro de poco habrá elecciones al Parlamento
Europeo y Esperanza Aguirre, adalid de este maldito neoliberalismo ya nos
dejó claro que querría verlo desaparecer. Tenemos que hacer justo lo contrario
de lo que la condesa predica. Quienes creemos en un mundo más justo y solidario
tenemos que ser fuertes en Europa. Y nuestra abstención, nuestro silencio, han
sido hasta ahora su fuerza.
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