No parece, desde luego, que el locuaz ministro de Hacienda y
Administraciones Públicas tuviera ayer su día, porque, una vez más se encargó
de sembrar la expectación sobre el enigma de las trece fincas inexistentes,
pero presentes, en los datos fiscales de la infanta Cristina. Mucha
expectación, muchas conjeturas, para, al final, dejar todo tan poco claro como
estaba al principio. Y no sólo eso. A cada afirmación del ministro, mediante
comunicado o "de cuerpo presente", corresponde una respuesta de los
culpables vicarios, notarios y registradores, que tardan apenas minutos en
poner en duda, cuando no desmentir, las afirmaciones ofrecidas por el ministro.
En este escenario, chusco como pocos, la última esperanza de
quienes creemos en la Justicia y en la igualdad ante la Ley hay que ponerla en
manos del juez Castro, que se mantiene firme en su intención de aclarar los
desmanes del yerno del rey y, en especial, este misterio de las fincas
inventadas que, al parecer, tan poco interés tiene el gobierno en
aclarar.
No es la primera vez que Montoro nos deja ante la disyuntiva
de perder la fe en el entorno de la hija del rey, o quien quiera que
interviniese en sus declaraciones, o perder la que hasta ahora teníamos en una
institución más respetada que temida por los españoles de bien. Ya lo hizo hace
unos días, con la respuesta inmediata de notarios, registradores e inspectores,
negando la posibilidad del error repetido, y lo de ayer fue una segunda entrega
de la misma pedorreta a la opinión pública con esa admisión de la
existencia de los errores, sin que parezca existir la intención de
explicarlos ni, mucho menos, hallar a los responsables o, lo que es
más grave, depurar sus acciones u omisiones.
Cuantas más vueltas le doy, más me espanta que la Agencia
Tributaria, la más potente de que dispone la administración para investigar
cuentas, datos y registros y para cruzar sus datos con los de otras, no sea
capaz de salir con dignidad de este embrollo, mientras las sospechas y los
fantasmas voladores crecen en torno a la Corona, que, seguro, no parece que
vaya a salir con bien de e ésta, porque admitir que no hay culpa por su parte
es admitir que existen o pueden existir tramas capaces de falsificar
operaciones a tres o más bandas, porque hay que poner de acuerdo o despistar al
que vende, al que compra, al que da fe de la transacción, al que la registra y,
por último, a los que debieran comprobar que todos los demás obran de buena fe.
Si todos los actores de tan chusco asunto han negado no
sólo su veracidad, sino la misma posibilidad de que haya ocurrido, qué nos
queda. Pensar que alguien se ha vuelto loco en la Agencia Tributaria, qué
alguien la está saboteando o, me inclino a esto último, que alguien está
tratando de encubrir el maquillaje de una cuentas que nunca olieron bien y que
hablan de una cierta tolerancia con quienes no parecen conformarse con los
privilegios que ya tienen.
Que no nos cuenten más cuentos, que ya tenemos el espíritu
demasiado inquieto con tanta desgracia generalizada, que hay en este país niños
que no comen como debieran, que aquí hay cada vez más ricos y que estos
ricos lo son más, mientras crece el número de españoles que vive bajo el umbral
de la pobreza y que, con todos esos problemas sobre la mesa,
difícilmente nos van a devolver a nuestros sueños con sus
cuentos ¡Que no nos tomen el pelo y que no nos cuenten más cuentos, por
favor!
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