Italia está pagando todos los años de populismo
berlusconiano, todo ese tiempo en que ha estado sometida al caprichos e
interesado gobierno de un empresario tramposo y ventajista -ojalá hubiese
alguno que no lo fuese- todo ese tiempo en que se ha dejado mentir,
complaciente, por las cadenas de televisión y los periódicos de tan patoso como
peligroso personaje, un tiempo, en fin, en el que, como acabará pasando aquí si
no lo remediamos, la gente prefería poner más atención y más fe a lo que
"le pasaba" y le contaban en la tele que a lo que realmente ocurría
en sus vidas.
Hubo de ser la crisis la que achicase en Italia la larga
sombra del tramposo, pero, aún así, no tanto como para privarle de
representación suficiente como para ser decisivo en la formación del gobierno,
ante el autoflagelante nihilismo del Movimiento Cinco Estrellas del
cómico Beppe Grillo. Berlusconi, no sé ya si porque no quiso espantar a
los votantes o porque alguna de sus múltiples condenas se lo
prohibían, no figuró en las listas como candidato, pero estaba claro que siguió
manejando los hilos de su partido marioneta y que su único interés en el
parlamento era el de beneficiarse a su mismo, así que accedió a apoyar a Letta
en la formación de su gobierno en el que se reservó varias carteras, aunque,
probablemente, con la única intención de ganar tiempo mientras los
jueces se pronunciaban sobre su futuro.
La semana pasada lo hicieron, condenando definitiva e
irremisiblemente al hombre más poderoso de Italia a una pena que lleva asociada
su salida del Senado, algo por lo que el capo de capos de Italia no estaba
dispuesto a pasar, así que rompió su baraja de cartas marcadas y se llevó
del gobierno a los cinco ministros prestados, devolviendo a Italia a crisis
pasadas. Y una vez más ha tenido que saltar a la arena el anciano
presidente Napolitano, para encontrar una fórmula que permita
salvar al primer ministro Letta y su gobierno y devolver al país a su ansiada
estabilidad.
Y es en estas cuando parece que la única esperanza de salvar
al gobierno para mantener esa difícil estabilidad radica en que alguno
de los diputados y ministros del odioso Berlusconi se atrevan a
traicionarle. Mientras tanto el dominó europeo ve con temor como la ficha de la
economía italiana peligrosamente endeudada se tambalea, amenazando con derribar
a las demás y la española, la primera.
No sé si, al final, la cordura volverá a ese país, lo que sé
es que lo que está pasando allí es la lógica consecuencia de tantos años de
coqueteo frívolo con el populismo y el fascismo, junto una terrible crisis de
identidad de la izquierda que ha preferido salvar sus caros zapatos y sus bien
remunerados escaños antes que meterse en el charco de sacar a la clase obrera
del encantamiento a que la someten cada día las televisiones del villano.
Ese es, creo, el peor mal de Italia, España y otros
países europeos que la izquierda, y los políticos que dicen
representarla, entre defender a los ciudadanos y sus derechos o salvar su
estatus en la política, eligen siempre esto último, abriendo hueco a personajes
como Berlusconi o Beppe Grillo que, cada uno a su manera contribuyen a agrandar
el sumidero por el que se van el bienestar y la esperanza de los ciudadanos.
Berlusconi es un monstruo, un perro de presa engordado por
votantes torpes, egoístas o ambas cosas a la vez, que se ha vuelto rabioso y
arremete contra todo y contra todos. Un monstruo más digno de la pedrada que le
dieron en el mentón hace tiempo en Milán que de los juegos y las constantes
caricias con que le han premiado hasta ahora. El perro está rabioso y lo malo
es que es ahora cuando algunos se dan cuenta de que son ellos quienes están
encadenados a su cuello y no al contrario. Y el perro prefiere morder, aunque se ahorque en ello.
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