Recuerdo vagamente aquel once de septiembre de 1973. Tenía
dieciocho años y estaba a punto de ir a la universidad... pero aún no era
mayor de edad, porque, en la España de Franco, con dieciocho años se
podía morir por la patria en el Sahara, pero no sin ser mayor
de edad. Recuerdo que ese verano había salido por primera vez fuera de
España y que el destino fue París, ese París que cinco años antes había soñado
con una revolución imposible que, aunque frustrada, tuvo la virtud de
hacer caer a los gobernantes en el poder que, sin saberlo, atesoraban
los jóvenes.
Por eso, porque aún tenía fresca la memoria
de la universidad parisina, de los actos culturales, de las
proyecciones de documentales inimaginables en España, de los carteles
y las colectas en solidaridad con España, esas otras imágenes, las del asalto
al Palacio de la Moneda, en Santiago de Chile, fueron para mí un jarro de
agua fría, una puerta abierta a la depresión y al desánimo.
Recuerdo que las noticias que llegaban de Chile, las
imágenes de aquellas detenciones salvajes en las que un ejército, el chileno,
con una tradición de respeto a las leyes insólita en toda América Latina,
enviaba a los hijos del pueblo contra el pueblo, practicando detenciones
salvajes, torturas y asesinatos indiscriminados contra quienes, habían cometido
el error de creer en las leyes o, simplemente, ser pobres y obreros.
Se me vino el mundo encima, porque todas esas horrendas
imágenes, todas esas historias de sangre y dolor que venían de aquel país en el
que los empresarios, la gente pudiente hizo lo imposible para hacer caer el
gobierno que se habían dado los chilenos, se empeñaban en decirme que los
Estados Unidos no estaban dispuestos a permitir otra democracia popular
en América ni, mucho menos, en Europa. Así que mis deseos de que un día
los españoles pudiésemos disfrutar de esa libertad que hacía apenas dos meses
había conocido en Francia, se esfumaban de golpe.
Menos mal que unos meses después aquí al lado, en ese país
para el que nunca mirábamos y que aún seguimos sin mirar, unos jóvenes
oficiales, cansados de dejar su sangre en unas colonias que no eran
portuguesas, sino, simple y tristemente, sólo de algunos portugueses,
emprendieron la revolución más hermosa que se pueda imaginar, revolución,
frustrada también para algunos, que desalojó del poder a una dictadura, la del
"Estado Novo" de Salazar, más antigua aún que la española. Y
menos mal que llegó, porque, de otro modo, hubiese cundido la desesperanza,
Para mí, aquel once de septiembre de hace cuarenta
años sigue siendo el "once de septiembre". No sabía
entonces lo que era ni que significaba la diada, ni podía imaginar una
salvajada como la de los atentados en Nueva York y Washington. Aquel once de
septiembre fue mi once de septiembre y de él aprendí que no hay que perder la
esperanza y que si en un extremo del mundo hay unas unas botas
militares capaces de aplastar a su pueblo, en otra hay soldados dispuestos
a convertir cada cañón de sus fusiles en un búcaro para un clavel.
Lo que hay de bueno en el hombre es más que la maldad que se
nos impone y hay que confiar en esa bondad abundante y defenderla de esos
monstruos que, como Kissinger o Pinochet, querrían aplastarla.
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