Yo fui uno de esos niños que jugaba en medio de los estercoleros y que fabricaba espadas de madera con un par de tablillas de un cajón de fruta y una cuerda o un clavo. Fui un niño de esos que sentados en el escalón del portal de casa se pasaba horas contando -y exagerando- las películas vistas o las profesiones de sus tíos, hasta que alguien dejaba callado al resto, no porque fuera médico o ingeniero, sino policía y, a veces, "de la guardia de Franco". Fui de esos niños que estudió en un colegio de barrio, con aulas abarrotadas en las que, en invierno, se encendían una o dos estufas de butano, con lo que se hacía difícil no adormilarse con esa mezcla de tedio y aire viciado. Fui un niño que conoció el metro con bombillas, los autobuses con suelo de madera y las escupideras en los ambulatorios, un niño que, en verano, campaba libre en el pueblo con los abuelos y que era feliz jugando al tejo con otros niños en la plaza. Fui un niño que conoció los "teleclubs" de Fraga, un niños que heredaba ropa y algún que otro libro del primo o el hermano mayor. Fui un niño que iba de excursión o a comer al campo, a tomar el sol, con sus padres y hermanos en un modesto "seiscientos" sobrecargado.
Fui un niño que pudo ver como todo aquello quedaba atrás, como el metro que acabó llegando a su barrio, ya sin bombillas, después de largos meses en que la calle principal, la que, para los más viejos, seguía siendo "la carretera". Un niño que conoció los huertos junto al Puente de Toledo y el río Manzanares recién canalizado, niño que jugaba a sus orilla, cuando sobre el trazado, desnudo de cemento y asfalto, de lo que sería la M-30 y entonces era apenas un proyecto de nombre tan oficial y rimbombante como Avenida de la Paz, se jugaba al fútbol y se rodaban películas de acción. Fui un niño que vio crecer el Estadio del Manzanares, desde los descampados, hoy parques y parkings que rodean los cementerios, junto a cuyas tapias jugaban los niños de día y practicaban el amor furtivo, o lo que fuese, las parejas de noche. Fui un niño que conoció los bocadillos de pan y mantequilla, a veces con una onza de chocolate, un niño que estrenó el tulipán, un niño de una familia que, para festejar los domingos, comía pollo asado en casa, primero, y luego traído de la calle. Fui un niño que, cuando las cosas empezaron a ir mejor, iba con su familia a comer "con los tíos" a un restaurante económico y agobiante llamado redundantemente "El Bulevar", la calle en donde estaba, Alberto Aguilera, lo fue un día, para luego ir a un cine de estreno o, si el tiempo acompañaba, a comer un helado en el Rosales.
Fui, en fin, un niño que, como su país, fue a mejor, porque pudo asistir al regreso, en principio sólo de vacaciones, a los emigrantes y los exiliados, con sus coches y sus potentes radios, para no perderse las emisiones de "La Pirenaica". Un niño que pudo ir a la universidad, como sus tres hermanos, que hizo su carrera, se casó, encontró trabajo, tuvo una hija, una moto de segunda mano, luego otra a estrenar y después un coche. Un niño grande que, cuando encontró trabajo, dio rienda suelta a su pasión por la música y los libros. Un niño al que todo le fue a mejor durante muchos años y que estaba, y sigue estándolo, orgulloso de que su hija, en lugar de un título como su padre o su madre tuviese dos. Un niño hombre que creyó que su hija, mucho más brillante y preparada que él, iba a tener una vida mucho más cómoda y feliz que la suya. Y menos mal que su hija al menos es feliz, porque, si no, no sabe en qué se convertiría su rabia, ahora que ve cómo el mundo, el país, que le ha tocado vivir está haciendo el camino inverso al que hizo el suyo. Un país al que ayer, de golpe y porrazo, los presupuestos han devuelto a 1988, cuando, si no éramos ricos, manteníamos la ilusión de serlo y de ser felices. Un país en el que la frontera entre encontrar o no trabajo está en euro o los euros con que comprar el billete de autobús para acudir a la correspondiente entrevista. Un país en el que, como relataba ayer Concha Caballero en EL PAÍS, el futuro de muchos de nuestros jóvenes, "sobradamente preparados" depende de tener o no tener el dinero para el puto autobús que les lleve a la Universidad y, lo que es peor, el ministro del ramo, su querida secretaria de Estado de Educación no se lo dan, quizá porque esta última tiene declarado un patrimonio que se acerca a los quince millones de euros.
No sé si un gobierno de pobres nos mantendría en la senda del futuro. Lo que sé es que este gobierno de ricos y tramposos que pretende hacernos creer que estos presupuestos de regresión lo son de recuperación, nos está obligando a hacer el camino inverso. Y habrá que hacer algo, porque todavía estamos a tiempo de eviar que nuestros hijos tengan que vivir lo que nosotros tuvimos que vivir.
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