Que el rey ha tenido muy mala pata es algo evidente.
Quién iba a decirle al artífice de la tan cantada transición española que iba a
verse en estas, arrastrando su majestad por actos oficiales, supongo que
sedado como para no hacerle insoportable el dolor en la articulación de su
cadera, aunque demasiado aturdido como para ser capaz de cumplir el
guión de las tediosas ceremonias que ha de presidir y con el verbo
demasiado espeso, como pudimos comprobar quienes le escuchamos pronunciar, obligado
por el protocolo, el breve discurso con el que, el pasado lunes, abría el
año judicial.
Se le vio tan decaído, tan venido a menos, tan incapaz de
afrontar con dignidad sus obligaciones, que enseguida se dispararon los
rumores, no ya sobre su salud, sino sobre su propia continuidad en el trono o
sobre el trono mismo. De alguna manera, lo apunta hoy Peridis, con
su inigualable mezcla de agudeza y ternura, en la viñeta que publica
EL PAÍS. Y tiene razón el palentino, porque tanto se ha dejado que se
deterioren las cosas, clínica y políticamente, que, a lo peor, hay que cortar
por lo sano, más en la política que en el mismo quirófano.
La rueda de prensa de ayer, tan inédita como las
explicaciones del rey de marruecos sobre sus zafios indultos, no fue más que un
golpe de timón con el que corregir el peligroso rumbo al que
nos estaba llevando el absurdo silencio con el que se ha pretendido quitar
importancia a lo que se hizo evidente para todos en el acto del lunes. Y es que
la pretendidamente moderna y cercana monarquía española conserva tics del
pasado y uno de ellos es el secretismo con que se rodea cualquier dato
relacionado con la mala salud del monarca. El mimo jueves se negaba con
rotundidad desde la Casa Real que se hubiese producido un "parón" en
la recuperación del rey de su última operación. Y ayer, veinticuatro horas
después del desmentido se admitía, con las mismas palabras, la existencia de
dicho parón.
Me preocupa y me exaspera un tanto, para qué
negarlo, saber que este país va a tener varios meses a su achacoso
jefe de Estado en el garaje y me preocupa y me exaspera más, si tomo en consideración
que el rey tiene un heredero suficientemente preparado, no ya para
representarle, sino para sucederle incluso. Es algo que no entiendo y que sólo tendría una o, mejor
dicho, dos explicaciones. La primera, que atañería al propio rey y su familia
es la que me lleva a pensar que el rey, como buen padre, protege a su
hijo, manteniéndose en el trono, de la onda expansiva del proceso judicial
abierto a su cuñado Iñaki Urdangarín y quizá a su hermana la
infanta Cristina y que, de momento, es casi una anécdota, comparado con lo que
puede llagar a ser, cuando Urdangarín y probablemente su esposa tengan que
sentarse en el banquillo de los acusados en el juicio oral, en vista
pública. La otra es la necesaria reforma constitucional a que obligaría la abdicación
del rey en su hijo Felipe, para hacer compatible la tan cacareada y necesaria
igualdad de derechos entre hombres y mujeres, para que la hija mayor del
hoy heredero, la infanta Leonor, encabezase la línea sucesoria en lugar de su
primo Froilán. Una reforma que convertiría en incontestable cualquier otra
propuesta de reforma de la Carta Magna, especialmente en lo relativo al
diseño autonómico o federal del Estado y todos aquellos aspectos de la misma
que la crisis que nos asfixia ha puesto en evidencia.
El rey ha tenido mala pata, como la tienen quienes no saben
retirarse a tiempo. Quizá hubiese debido apartarse hace unos años, cuando la
inmensa mayoría de los españoles se ven obligados a retirarse. No lo hizo
y quizá va a tener que comerse el marrón de ver Urdangarín entre rejas.
Con ello quedaría a salvo su hijo Felpee para hacer borbón y cuenta nueva. Pero
no lo hizo y el personaje en quien alguien llegó a pensar como
candidato al Nobel hoy se ve enfermo, cansado y desprestigiado porque, por
suerte o por desgracia, los jóvenes han olvidado o no conocen sus méritos que,
aunque no sabemos cómo hubiese sido sin él la transición, no hay que
negar que los tuvo.
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