El de ayer, lo quieran ver o no, fue un gran día parea la
democracia española. Una gran parte de los catalanes, totalmente
representativa, no cabe duda, unió sus manos de punta a punta de su tierra para
dejar claros sus sentimientos y, como mínimo, sus deseos de ser consultados
sobre su futuro encaje en lo que llegue a ser España o fuera de ella. No hay
que estar dotado de una especial sensibilidad para darse cuenta que el esfuerzo
era sincero y que difícilmente ha habido una demostración, no ya igual, sino
simplemente comparable a lo que pudimos ver en las carreteas y ciudades
catalanas.
Tampoco hay que ser especialmente sensibles para sentirse
ofendido ante los pataleos organizados por reventadores vocacionales -alguno de
ellos, quién sabe, puede llegar, con el tiempo, a dirigir El Corte Inglés y
recordarlo como un pecado juvenil- que actuaron provocadoramente en la ofrenda
a Rafael de Casanova, pagaron una avioneta, como el grupo ultradigital Intereconomía, para
sobrevolar la "vía catalana" arrastrando una no menos provocadora
pancarta sobre la unidad de España o, los más torpes y aguerridos, irrumpir violentamente en un acto que se celebraba en la
sede de la Generalitat en Madrid, agrediendo a cuantos allí estaban, provocando
destrozos, lanzando gases irritantes y dejando a su paso cuatro heridos,
entre ellos un niño de cuatro años.
Yo, al menos, me sentí ofendido en los tres casos y sentí
que hubiese querido formar parte de esa cadena, porque, frente al miedo, el
odio y el chantaje de los reventadores, los cientos de miles de ciudadanos, no
sólo catalanes, que unieron ayer sus manos por su independencia o su derecho a
decidirla, demostraron un civismo más que envidiable. Es más, estoy seguro de
que, de haber estado ayer en Cataluña me hubiese unido a la cadena, porque nada
hay más estúpido y menos democrático que negar a un pueblo su derecho a decidir
lo que va a ser de él y del territorio en el que vive en el futuro. Creo,
incluso, que ha habido un exceso de torpeza por parte de quienes
sistemáticamente les niegan ese derecho, porque estoy seguro de que, de haber
permitido esa consulta hace tiempo, muy probablemente se hubiese rechazado la
independencia.
Ese es el problema. El nacionalismo, con el que, como Camus,
no estoy de acuerdo, porque quiero demasiado a mi patria que es el mundo, es
fundamentalmente sentimiento y todo lo que tiene que ver con los sentimientos
tiende a enconarse cuando no se le da salida. Es, y lo repito a menudo, como el
agua que es mansa cuando corre en libertad y adquiere una fuerza irrefrenable
cuando se la represa, Si lo que queremos es odio y violencia vamos por buen
camino. Rajoy, Aznar y otros como ellos han hecho mucho en favor del
victimismo que, como banderín de enganche, del nacionalismo funciona a las mil
maravillas. No hay más que ver en qué manera ese victimismo, al margen de la
crisis y las innumerables torpezas -o quizá no tanto- de quienes, como
García Margallo, no saben hablar sin ofender, y quizá no tan torpes, pienso,
porque, a lo peor, saben que esas butades les dará los votos del
más cerril nacionalismo español. De momento, con su torpeza, han conseguido
dar la vuelta al mapa electoral en Cataluña sin dar oportunidad a que
fructifique la vía de la sensatez que posibilitaría una reforma razonable de la
constitución en pro del federalismo y algún que otro aspecto trasnochado de
nuestro sistema de gobierno. Pero, claro, reformas es lo que han hecho este
verano en el Congreso y, visto el resultado, da miedo ponerse a la tarea,
Ironías aparte, quedémonos con la mejor de las enseñanzas de
ayer: con objetivos razonables, con serenidad y responsabilidad, una gran parte
de la sociedad civil catalana dio toda una lección a toda esa España rancia y
trasnochada que sólo entiende de avasallamiento y matonismo.
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