Aún recuerdo cómo todos los años, por estas fechas, en mi
familia, incluso por entonces numerosa, tres varones y una niña, se
componía el puzle, a veces complicado de cuadrar, de llenar la cartera de
tres colegiales, la pequeña quedaba al margen por edad y porque "iba con
las monjas", con los libros de texto recomendados por el colegio, un
pequeño colegio de barrio, seglar y con nombre de virgen, llevado por una
familia, para el que, pese al malicioso y rebelde punto de vista del niño
y adolescente que fui en él, sólo tengo elogios y del que guardo buenos
recuerdos.
Éramos, como digo, tres hermanos en el mismo colegio y eso
ayudaba, porque una gran parte de los libros que yo necesitaba, por no decir
todos, los heredaba de mi hermano mayor, con el que me llevaba poco más
de trece meses -el traicionero doctor Ogino debió tener la culpa- y que,
obligado o por vocación, los cuidaba con esmero, con lo que yo los recibía
como de "kilómetro cero".
Aún así, siempre había que conseguir los libros de ese
hermano que a veces venían del primo Juan de Dios, mucho más creativo, rebelde
y hábil ilustrador, y alguno de los míos que, por exceso de kilómetros, por
cambio de profesor, por extravío o por alguna otra razón, había que comprar.
Era entonces cuando se ponía en práctica el plan B
que no era otro que el de tratar de encontrar esos libros en buen
estado en cualquiera de las librerías de segunda mano -no de viejo, que son
otra cosa- abiertas en la castiza calle de los Libreros. Allí estaba la Felipa,
con casi medio siglo de oficio y mal humor, pero eficaz como pocos, tasando los
ejemplares que le llevaban "los de septiembre", con las asignaturas
recién aprobadas, y poniendo precio a los que, casi inmediatamente, nos
adjudicaba y tachábamos de la lista, cuidando mucho que la edición no fuese
demasiado antigua.
Recuerdo aquellas excursiones al "centro", con un
metro recién inaugurado desde mu barrio, después de un año largo de obras
infernales, todavía en pantalón corto -genial invento que permite al niño
crecer y alargar sus piernas sin resultar ridículo- a una calle demasiado
cercana, para las mentes bien pensantes, de la tenebrosa calle de la Ballesta,
junto a la que, al final, acabé trabajando.
Recuerdo la última vez que pasé por la calle de los
Libreros, hace unos años, en busca de un libro ya descatalogado y recuerdo que
apenas tenía que ver con el bullicio que yo recordaba de aquellos septiembres
de mi infancia y adolescencia. Creo recordar que la famosa librería de La
Felipa ya no existía o acaso no la supe encontrar, pero lo cierto es que
la calle estaba muy cambiada y que me dio por pensar en cómo el mal que
aqueja a los nuevos ricos y el peso de los lobbies editoriales -yo trabajaba
para uno y sé de sobra que algunos asuntos, como éste, eran tabú- en los gobiernos de la España democrática, con sus continuos cambios
de planes de estudio, acabaron convirtiendo los libros de texto, incluidos los
de algo tan rancio y fosilizado, como la religión, con lo que hundieron el
negocio de la compra-venta y enriquecieron a determinados grupos editoriales
que tenían, cada curso, un fijo de ingresos en caja.
Era, no me cabe la menor duda, todo un negocio que degeneró
en burbuja, en el que lo que sería imposible de otro modo, se sostenía con las
ayudas para libros costeadas con dinero público. Y, de aquellos polvos del
derroche y el cambiar los textos por cambiarlos, vienen estos lodos de libros
carísimos y "de obligado cumplimiento" que cada familia debe comprar
a pelo y sin la anestesia de una ayuda, porque estos señores, a los que,
probablemente, muchos de los perjudicados habrán dado su voto, no son capaces
de ver más allá de los límites de su chalé o la comunidad de vecinos de su
lujosa casa y, por ello, han decidido acabar con las ayudas, pero no con la
burbuja, dejando a muchas, demasiadas, familias colgados de la brocha en este
inicio de curso.
Sería bueno que quienes nos vayan a gobernar en el futuro
pensasen más en la gente a la que representan, les voten o no, que en esas
editoriales, no ya con periódicos, sino con grupos mediáticos completos que
curso a curso han ido hinchando la burbuja que ahora toca desinflar. Si no, ya se encargará la sociedad civil con sus iniciativas y su capacidad de presión quien se encargue de desinflarla.
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