Fue el jueves pasado, apenas unas horas antes de conocer el
comunicado en que ETA declaraba el fin de su violencia de tantos años. Charlaba
con un amigo, periodista como yo y profesor universitario como lo fui yo,
delante de un café después de mucho tiempo, demasiado, y la charla acabó, como
no podía ser de otra forma, centrada en el estado actual de esta profesión que
queremos y hemos querido tanto.
Llegamos a la conclusión de que deberíamos reunir a quienes,
como nosotros no se conforman con lo que está pasando, de que deberíamos
convocar a quienes, como nosotros, ya están cansados de que se manipule nuestro
trabajo y el de nuestros compañeros dando a cada palabra que se dice o se
publica un sesgo que no deberían tener.
Cambiamos anécdotas y sensaciones y llegamos a la conclusión
de que ya no se respeta a los lectores, a los oyentes o a los telespectadores.
Coincidimos en que los periódicos y los programas ya no se hacen para ellos.
Llegamos a la conclusión de que la prensa es una actividad en la que el que
menos importa es el destinatario de la misma.
Por mi parte soy consciente desde hace demasiado tiempo, y
vosotros sois testigos de ello, de que la prensa trabaja para el poder
-económico, político s, simplemente, mediático- y no para nosotros. Hace
demasiado tiempo que la verdad ha muerto o malvive en las redacciones. No hay
más que ver como se recoge en las portadas de la prensa de ayer o qué decían
las aperturas de los diferentes telediarios o informativos de radio, para
intuir que algo va mal. Cómo es posible, si no, que un medio diga una cosa y el
de al lado la contraria sin que pase nada.
Creo que el problema está en que demasiados
"compañeros" avispados se han convertido en empresarios o se han
acostumbrado a vivir -muy bien, por cierto- demasiado cerca del poder. Es
entonces cuando se mide cada sílaba dicha o publicada para que no perjudique
los intereses de los "padrinos" del medio y, a ser posible, menoscabe
los del medio o los padrinos rivales.
Hemos dejado que se degenere nuestro oficio hasta el punto
de convertir cada redacción en una trinchera en la que se aplican las leyes de
la guerra contra todo aquel que osa manifestar un ápice de personalidad y
apartarse un milímetro del credo del que la controla.
Sólo así se explica que, en ocasiones, cuando lo que se pide
a los profesionales desata o debiera desatar en ellos la náusea que denota la
intolerancia al veneno que le fuerzan a tomar, tenga que escuchar, a veces como
consigna gritada desde un despacho, a veces como consejo acompañado de una
palmada en la espalda, la frase que da título a esta pieza ¡Sin complejos!
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