hoy.es
Comienzo a escribir cuando está a punto de hacerse pública
la Encuesta de Población Activa del último trimestre y me pregunto en qué va a
afectar a quienes ya forman parte de la legión de parados que ven pasar los
días, todos iguales, uno detrás de otro, a la espera del milagro de un
contrato. Yo mismo formé parte de ella y os aseguro que la mezcla de
impotencia, angustia y sentimiento de culpa es muy mala consejera. Es más, de
faltar la familia y las responsabilidades que conlleva o los amigos y los
"masajes" al alma que, afortunadamente, todavía nos dan, sería
imposible enfrentarse cada día a la luz de la mañana.
Ya está, acabo de escuchar la fatídica cifra: estamos a
menos de veintidós mil desempleados para llegar a la terrible cifra de los
cinco millones, pero estoy seguro de que este dato apenas cambia el ánimo de
quienes, ya a estas horas, han sentenciado su mañana cogiendo número en su
correspondiente oficina de empleo.
Estar parado a los veintitantos, por mucho que te hayas
preparado para trabajar, por mucho tiempo y dinero que hayas invertido en tu
formación, es muy duro, pero siempre queda una luz de esperanza. Todos sabemos
que lo de la maldita economía es una cuestión de ciclos y que, ante so después,
les cambiará la suerte, pero ¿y los que pasan de los cuarenta o los que pasan
de los cincuenta y ven que el tren que esperan ya no va a pasar, que, de aquí a
que alcancen la edad de jubilación, la pensión que podrán cobrar se encoge cada
día que pasa sin haber encontrado trabajo?
Quién va a contratar a quienes están ya en esa edad pudiendo
llevara a su empresa personal joven y generalmente bien formado, por salarios
de risa y recibiendo muy probablemente por ello alguna subvención. La respuesta
es tan terrible como obvia: nadie.
Al fin y al cabo, los que pasamos de los cincuenta y tenemos
hijos, los tenemos ya en edad de darse de puñetazos por la vida, pero qué va a
ser de los que están en la cuarentena y, siguiendo esa estúpida y errónea
filosofía de que lo importante era el trabajo, han atrasado el reloj de sus
vidas y esperaron a ser padres bien entrados en la treintena.
No quiero imaginarme a esas familias rotas que sé que
existen, con los hijos "repartidos" en casa de los abuelos o los
hermanos, haciendo equilibrios y humillándose para pagar la luz, el agua, la
hipoteca y ese teléfono al que hace tiempo que sólo llegan malas noticias.
Algunos piensan ya en locuras, otros se deprimen y la mayoría se resigna.
Como ciudadano, afortunadamente a salvo por una
desafortunada enfermedad, siento vergüenza por tener que ver otra vez semejante
panorama. En los setenta y ochenta las calles se llenaron de heroína, la droga
más escapista de todas. Hoy la cocaína corre en fiestas en las que, en
ocasiones, se sirve en bandeja, y no tardará en bajar a la calle vestida de
crack, porque quien recogía el dinero que hemos ido tirando en los días de vino
y rosas no van a cejar hasta sacarnos el último que nos quede en los bolsillos
y será entonces cuando los lobos entren en la ciudad.
Cinco millones de parados de la EPA apenas es una cifra,
maldita, pero cifra. Cinco millones de historias de seres humanos sin futuro,
deprimidos, cabreados y desesperados son algo muy distinto, algo mucho más
serio. Y, si no, demos tiempo al tiempo.
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