domingo, 25 de septiembre de 2011


Me imagino al sobrero de ayer, en la penúltima corrida celebrada en Cataluña, desconcertado como sus primos que, sin saberlo, fueron lidiados y muertos uno a uno entre palmas, aplausos, algún que otro pito y, curioso, gritos de "libertad, libertad".
Quienes defienden las corridas de torios -y cualquier otro espectáculo que, con lanzas, navajas, fuego o palos, provoque el sufrimiento de tan hermosos animales o cualesquiera otros- han buscado consuelo para sus conciencias negando al toro capacidad para sufrir. Sin embargo, quien haya convivido con animales sabe de sobra que los animales sufren y que, a veces, sufren mucho. A veces ya sufren con el simple desconcierto que supone verse encerrado en un corral, escuchando esos ruidos desconocidos hasta entonces, aunque sólo sea por su intensidad, ruidos sordos o ruidos desatados en las manos o en las gargantas de esos otros animales de extraña piel que, hasta entonces, conocía, a pie o a caballo, pero nunca en tal cantidad. Sonidos extraños tan extraños como ese "Libertad, libertad" coreado contra una decisión libre de un parlamento libre o como ese indignante "Toros sí, moros no", coreado por algunos ante la posibilidad de que el escenario llegase a ser una mezquita.
El sobrero de la corrida de ayer, pariente lejano de los seis toros que se había previsto correr y de hecho se corrieron con diferente suerte -no para los animales, finalmente arrastrados por la arena- sino para los otros animales, los de piel extraña que devuelve en destellos a la luz de los focos. Dos de ellos se quedaron las orejas de sus "enemigos" que enseñaban junto a senyeras, como queriendo catalanizar lo que los representantes de los catalanes no han querido que sea, y el tercero con una bronca de quienes llenaban las laderas de ese arenal redondo regado ya con su sangre, al que -aún no lo sabía- tendría él que salir.
El pundonor y los celos llevaron al hombre fracasado a pedir "el sobrero". Y nuestro amigo que nunca sabría que el sobrero era él tuvo que salir. Las laderas del redondo arenal se entusiasmaron entonces y los celos y el pundonor del hasta ese momento fracasado consiguieron congraciarle con ellas.
Al final, todos contentos, salvo el sobrero y sus hermanos de especie que, sin saberlo, fueron el instrumento de una mal llamada fiesta en la que se viste de seda y oro, de mantillas y claveles, de machos y hembras, de sexo y poder, el sufrimiento de tan hermosos animales.
Y esta tarde más y con más mística si cabe. Menos mal que el sobrero de la última corrida celebrada en Cataluña y sus seis hermanos no leen la prensa ni escuchan la radio.

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