Me imagino al sobrero de ayer, en la penúltima corrida
celebrada en Cataluña, desconcertado como sus primos que, sin saberlo, fueron
lidiados y muertos uno a uno entre palmas, aplausos, algún que otro pito y,
curioso, gritos de "libertad, libertad".
Quienes defienden las corridas de torios -y cualquier otro espectáculo
que, con lanzas, navajas, fuego o palos, provoque el sufrimiento de tan
hermosos animales o cualesquiera otros- han buscado consuelo para sus
conciencias negando al toro capacidad para sufrir. Sin embargo, quien haya
convivido con animales sabe de sobra que los animales sufren y que, a veces,
sufren mucho. A veces ya sufren con el simple desconcierto que supone verse
encerrado en un corral, escuchando esos ruidos desconocidos hasta entonces,
aunque sólo sea por su intensidad, ruidos sordos o ruidos desatados en las
manos o en las gargantas de esos otros animales de extraña piel que, hasta
entonces, conocía, a pie o a caballo, pero nunca en tal cantidad. Sonidos
extraños tan extraños como ese "Libertad, libertad" coreado contra
una decisión libre de un parlamento libre o como ese indignante "Toros sí,
moros no", coreado por algunos ante la posibilidad de que el escenario
llegase a ser una mezquita.
El sobrero de la corrida de ayer, pariente lejano de los
seis toros que se había previsto correr y de hecho se corrieron con diferente
suerte -no para los animales, finalmente arrastrados por la arena- sino para
los otros animales, los de piel extraña que devuelve en destellos a la luz de
los focos. Dos de ellos se quedaron las orejas de sus "enemigos" que
enseñaban junto a senyeras, como queriendo catalanizar lo que los
representantes de los catalanes no han querido que sea, y el tercero con una
bronca de quienes llenaban las laderas de ese arenal redondo regado ya con su
sangre, al que -aún no lo sabía- tendría él que salir.
El pundonor y los celos llevaron al hombre fracasado a pedir
"el sobrero". Y nuestro amigo que nunca sabría que el sobrero era él
tuvo que salir. Las laderas del redondo arenal se entusiasmaron entonces y los
celos y el pundonor del hasta ese momento fracasado consiguieron congraciarle
con ellas.
Al final, todos contentos, salvo el sobrero y sus hermanos
de especie que, sin saberlo, fueron el instrumento de una mal llamada fiesta en
la que se viste de seda y oro, de mantillas y claveles, de machos y hembras, de
sexo y poder, el sufrimiento de tan hermosos animales.
Y esta tarde más y con más mística si cabe. Menos mal que el
sobrero de la última corrida celebrada en Cataluña y sus seis hermanos no leen
la prensa ni escuchan la radio.
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