sábado, 19 de octubre de 2013

NOSTALGIA

 
 
Ayer, como cada viernes, comí con mis amigos de La Latina, una comida semanal que acaba siempre en charla amable y en la se intercambian opiniones, anécdotas, noticias y amigos. Una especie de Facebook semanal que, al contrario, que el de todos los días, el de la soledad del teclado y la pantalla, nos permite tocarnos, mirarnos, sentirnos, pasear y hacer cualquier cosa juntos. Una cita semanal a la que, como el resto de comensales, procuro no faltar y que ayer fue realmente especial, porque de algún modo fue una especie de viaje al pasado, a un pasado que no sé si fue mejor, pero del que, he de reconocerlo sentí nostalgia.
Ese viaje comenzó cuando en una librería de la calle Mayor, en la que solemos acabar antes de despedirnos, nos topamos, en realidad me topé yo que, pese a lo mal que veo o quizá por ello, fui el que le reconoció, con un Javier Solana bien distinto del que vi por vez primera cara a cara en aquel Congreso del PSOE de 1981, apenas un año antes de convertirse en ministro de Cultura del primer gobierno de Felipe González. Estaba mucho más delgado y algo avejentado, cosas de la edad y la enfermedad, pero seguía tan elegante o más que en aquellos años. Fueron apenas cinco minutos los que pude verle y me dieron para dar un salto atrás en el tiempo y recordarle aquellos viernes en que oficiaba de portavoz del Gobierno en aquella sala destartalada, en la que todos preguntábamos y él respondía, o no, con cordialidad y en la que importaba más lo que se día que la estudiada decoración, tan estudiada como el ritual con que se ofician hoy esas ruedas de prensa, en las que se oculta mucho más de lo que se dice.
Fue una sorpresa encontrarle en la librería, atendido por Antonio y Alberto con la misma cordialidad que a cualquiera, reconocer su voz, un poco más apagada, es verdad, y, sobre todo, ver ya sin escolta, al menso evidente, a quien fue ministro tres veces, finalmente de Exteriores, fue secretario general de la OTAN durante la guerra de los Balcanes y se encargó por último de las relaciones exteriores de la Unión Europea, cuando aún creíamos en ella. Pero la sorpresa de que os hablo, con ser grande y, por qué no decirlo, agradable, no fue la única. La otra gran sorpresa fue un viaje al pasado, colectivo esta vez, en el que me vi sumergido al acompañar a mi amigo Rodolfo al homenaje con el que todos sus amigos recordaron al abogado de CC OO Nacho Montejo, fallecido prematuramente hace tres meses.
A Nacho apenas le conocía por referencias y, sobre todas ellas, por haber pertenecido al despacho de abogados de Atocha, 55, en el que fueron asesinados sus compañeros aquel 24 de enero de 1977. Mi amigo Rodolfo le conocía de antes y no desde su faceta de magnífico periodista, sino de cuando fue, que lo fue, librero en Vallecas, al tiempo que Montejo andaba como él en eso de los libros y la lucha contra la dictadura. Sin embargo, pese a no haberle conocido, sentí que cualquiera de los amigos de Nacho que subieron al estrado para contar cosas de él, abogados, jueces, sindicalistas, compañeros de facultad, de trabajo y de resistencia, podían haber sido mis amigos y que cualquiera de las cosas que vivieron juntos, de alguna manera, las había vivido yo también.
Y sentí nostalgia. Sentí mucha nostalgia, agridulce, como es la nostalgia, porque me di cuenta de que en aquel tiempo, mucho más duro que éste, éramos más felices, quizá porque éramos también más inocentes y más idealistas, no sólo nosotros, sino este país que tanto ha cambiado y que, cada vez estoy más convencido, no precisamente para bien.
Fueron años en los que, unos más y otros menos, se jugaban la libertad y la vida. Años en los que el objetivo era colectivo, no se buscaba el bienestar individual, sino el de toda una nación o al menos el de esa clase obrera que ya no existe, porque, desde esa falsa clase media en que le han hecho creer que vivía, ha caído directamente al lumpen más lumpen que podamos imaginar.
Sentí nostalgia y eché de menos aquellas ganas de vivir cada día como si fuese el último, aquellas ganas de comernos el mundo que hoy deseo con todas mis fuerzas para mi hija y para quienes, como ella, van a tener que reconstruir esos sueños que no sé en qué cuneta hemos dejado.
 
 
 
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