Ayer, como cada viernes, comí con mis amigos de La Latina,
una comida semanal que acaba siempre en charla amable y en la se
intercambian opiniones, anécdotas, noticias y amigos. Una especie de
Facebook semanal que, al contrario, que el de todos los días, el de la soledad
del teclado y la pantalla, nos permite tocarnos, mirarnos, sentirnos, pasear y
hacer cualquier cosa juntos. Una cita semanal a la que, como el resto de
comensales, procuro no faltar y que ayer fue realmente especial, porque de
algún modo fue una especie de viaje al pasado, a un pasado que no sé
si fue mejor, pero del que, he de reconocerlo sentí nostalgia.
Ese viaje comenzó cuando en una librería de la calle Mayor,
en la que solemos acabar antes de despedirnos, nos topamos, en realidad me topé
yo que, pese a lo mal que veo o quizá por ello, fui el que le
reconoció, con un Javier Solana bien distinto del que vi por vez primera cara a
cara en aquel Congreso del PSOE de 1981, apenas un año antes de convertirse en
ministro de Cultura del primer gobierno de Felipe González. Estaba mucho más
delgado y algo avejentado, cosas de la edad y la enfermedad, pero seguía tan
elegante o más que en aquellos años. Fueron apenas cinco minutos los que pude
verle y me dieron para dar un salto atrás en el tiempo y recordarle aquellos
viernes en que oficiaba de portavoz del Gobierno en aquella sala destartalada,
en la que todos preguntábamos y él respondía, o no, con cordialidad y en la que
importaba más lo que se día que la estudiada decoración, tan estudiada como el
ritual con que se ofician hoy esas ruedas de prensa, en las que se
oculta mucho más de lo que se dice.
Fue una sorpresa encontrarle en la librería, atendido por
Antonio y Alberto con la misma cordialidad que a cualquiera, reconocer su voz,
un poco más apagada, es verdad, y, sobre todo, ver ya sin escolta, al menso
evidente, a quien fue ministro tres veces, finalmente de Exteriores, fue
secretario general de la OTAN durante la guerra de los Balcanes y se encargó
por último de las relaciones exteriores de la Unión Europea, cuando aún
creíamos en ella. Pero la sorpresa de que os hablo, con ser grande y, por
qué no decirlo, agradable, no fue la única. La otra gran sorpresa fue un viaje
al pasado, colectivo esta vez, en el que me vi sumergido al acompañar a mi
amigo Rodolfo al homenaje con el que todos sus amigos recordaron al abogado de
CC OO Nacho Montejo, fallecido prematuramente hace tres meses.
A Nacho apenas le conocía por referencias y, sobre todas
ellas, por haber pertenecido al despacho de abogados de Atocha, 55, en el que
fueron asesinados sus compañeros aquel 24 de enero de 1977. Mi amigo Rodolfo le
conocía de antes y no desde su faceta de magnífico periodista, sino de cuando
fue, que lo fue, librero en Vallecas, al tiempo que Montejo andaba como él
en eso de los libros y la lucha contra la dictadura. Sin embargo, pese a
no haberle conocido, sentí que cualquiera de los amigos de Nacho que subieron
al estrado para contar cosas de él, abogados, jueces, sindicalistas, compañeros
de facultad, de trabajo y de resistencia, podían haber sido mis amigos y que
cualquiera de las cosas que vivieron juntos, de alguna manera, las había vivido
yo también.
Y sentí nostalgia. Sentí mucha nostalgia, agridulce, como es
la nostalgia, porque me di cuenta de que en aquel tiempo, mucho más duro que
éste, éramos más felices, quizá porque éramos también más inocentes y más
idealistas, no sólo nosotros, sino este país que tanto ha cambiado y que, cada
vez estoy más convencido, no precisamente para bien.
Fueron años en los que, unos más y otros menos, se jugaban
la libertad y la vida. Años en los que el objetivo era colectivo, no se buscaba
el bienestar individual, sino el de toda una nación o al menos el de esa clase
obrera que ya no existe, porque, desde esa falsa clase media en que le han
hecho creer que vivía, ha caído directamente al lumpen más lumpen que podamos
imaginar.
Sentí nostalgia y eché de menos aquellas ganas de vivir cada
día como si fuese el último, aquellas ganas de comernos el mundo que hoy deseo
con todas mis fuerzas para mi hija y para quienes, como ella, van a tener que
reconstruir esos sueños que no sé en qué cuneta hemos dejado.
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