Hoy, me viene sucediendo últimamente, me ha
costado enfrentarme a esta página aún en blanco. Y me ha costado,
porque la actualidad me aburre cada vez más, me parece un continuo carrusel,
con el que nos marean con destreza y en el que, cada cierto tiempo, vemos
desfilar ante nuestros ojos los mismos rostros, los mismos paisajes, mientras
oímos las mismas voces, con el mismo gritería, risas y lágrimas de siempre.
A veces, ese mecanismo de relojería casi perfecto, casi
implacable, se altera súbitamente por algo que, claro, escapa
a cualquier previsión. Hablo de accidentes, dimisiones, tan raras por
escasas, o los fallecimientos. Ayer una de esas noticias, el fallecimiento de
Lou Reed, alteró súbitamente el más que habitualmente lánguido ritmo de
las redacciones, bien es verdad que lo hizo de distinta manera en unas y otras
y que los hubo que tardaron en confirmar lo que parecía evidente. Una vez
cumplido ese trámite todo sería, imagino, "tirar" de archivo, buscar
fotos, testimonios, opiniones, biografías y, en esta caso, discografías.
Por eso las portadas de la prensa, aquí y en el resto del
mundo eran tan parecidas. De modo que, pese a que no todos dieron la noticia al
mismo tiempo ni la valoraron de la misma manera, esta mañana, en las ediciones
de papel todo está ya escrito, del mismo modo que en radios y
televisiones está ya todo dicho. En esas estaba yo, cuando una pregunta de mi
amiga Fab ha derivado en un interesante chateo sobre el asunto en el que han
salido a relucir nombres como los de Dylan, Debbie Harry... olvide el de
Marianne Faithfull... o los Geraldine Chaplin y Ángela Molina, de los de
por aquí. Y surgieron, porque hay una palabra, mejor dicho, dos, que los aúnan:
dignidad y tiempo.
Todos ellos, todas ellas, han pasado por la vida sometidos
al caprichoso vaivén de las modas, los gustos y, a veces, el de sus propias
vidas. Pero en todos estos casos y otros que sin duda podríamos encontrar, la
característica común es que han sabido salir de los baches y los agujeros en
que han caído levantándose con dignidad. Y no sólo eso. Han sabido también
hacerlo con dignidad, con mucha dignidad, sin ocultarse ni ocultarnos las
huellas que han ido dejando en sus rostros la vida y el tiempo.
Comentaba, polemizaba más bien, no hace mucho, aquí en
la maraña de las redes también, a propósito de la para mí, inquietante
perfección artificial del rostro de Catherine Deneuve, una mujer cuya belleza y
inteligencia y fuerza he reconocido siempre. Aunque, al contrario de la amiga
con la que charlaba, no acabo de entender, ni perdonar, ese culto, casi
suicida, a la belleza por el que una magnífica actriz como ella sacrifica la
expresión en aras de congelar en el tiempo un rostro tan bello como ahora
inverosímil.
Me gustan de la gente las voces, los acentos, las manos y
los rostros. Me gusta saber de quién tengo delante sin necesidad de que sea él
quien me lo cuente, me gusta leer en sus arrugas si esa persona es risueña o
no, si le desvelan los problemas, leer esas pequeñas cicatrices que va
dejando la vida y que, al final, son su historia, son un poema a la
vida.
El rostro de Lou Reed lo era. Hablaba de su enorme
elegancia, del esmerado cuidado de su cabello, siempre bien cortado,
acorde con esa eterna camiseta negra y esos tejanos que sabía vestir como nadie
de su edad. Daba la impresión de que, después de haber vivido el delirio de sus
primeros años de carrera, aquel pelo teñido, el maquillaje, el glamour del
"glam" hubiese querido mostrarse desnudo y cierto, como comenzaron a
serlo sus poemas y canciones.
No sé cómo será recordado Lou Reed en el futuro, lo que sí
sé es que la imagen que quiero conservar de él es la de esa dignidad de que os
hablo, la misma dignidad que encuentro en quienes, como él, han sabido
sobrevivir a su leyenda dándose en cada momento como realmente son.
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