Andamos todos muy revueltos y preocupados porque a Angela
Merkel y François Hollande les espían desde Washington. Y yo, más que
preocupado, ando más bien y muerto de risa y preguntándome qué se pensaban
estos señores, en un mundo en el que, afortunadamente no siempre, pero
demasiado a menudo ni el teléfono o el correo de la pareja se respetan, porque
vivimos en un mundo en apariencia sencillo, en el que, sin embargo, todo es
mucho más complicado.
Y en ese mundo aparentemente perfecto y feliz en el que, si
no fuese por el soldado Bradley Manning y, especialmente, el analista de
información Edward Snowden, seguiríamos jugando alegremente con nuestras vidas
y nuestra intimidad, creyendo que lo hacemos con el teléfono. Algo que, pese a
todo, seguiré haciendo, pero de forma consciente, porque, si he de poner en una
balanza, lo que he ganado y lo que puedo perder haciéndolo, no lo dudéis, el
platillo de lo que he ganado y puedo ganar -amigos impensables, culturas
hasta ahora negadas, libertad, afinidad, pensamiento que ya no es ni podrá
ser nunca único- pesaría mucho más.
De lo que sí debemos ser conscientes es de que, ahora, la
vida de cada uno de nosotros -recuerdos, fotos, poemas, canciones,
pensamientos- cabe dentro de un teléfono, qué digo un teléfono, dentro de la
uña de un meñique, y, también, de que para que tenga lugar la magia de ese
nuevo jugar a la vida tenemos que dejar la llave a alguien que ya no es la
portera o un vecino de confianza.
Estamos en manos de las empresas que no dejan jugar con sus
aparatos y programas y vamos mal, muy mal, si pensamos que lo hacemos sin pagar
nada a cambio. No se trata sólo, como hemos llegado a pensar
inocentemente, que abramos nuestras ventanas para que entre por ellas la
publicidad, qué va, es que nosotros mismos somos la moneda de cambio, el valor
añadido en sus negocios, porque Microsoft o Apple tienen copia de la llave de
nuestros secretos y no dudan en dejarse presionar a cambio de dársela al
gobierno que se la pida, como tampoco dudan en vender lo que han llegado a
saben de nuestros gustos y costumbres. O es que alguien cree que para
seleccionar la publicidad que nos llega, de cosas que nos interesan o
nos han interesado en algún momento, se la inspira el pajarito de Chaves.
No hay que darle vueltas, estamos en manos de los gigantes
del software y las redes y, si no llegamos a notarlo, es porque aún les
importamos un pimiento. Porque, si alguna vez deja de ser así, nos vamos a
enterar. Y, no nos engañemos, el problema no está sólo en el tráfico de la
información, sino en su almacenamiento, porque las compañías de teléfono,
Twitter, Facebook o cualquiera otra red, pasada o futura, almacenan todo lo que
escribimos o decimos y lo hacen por mucho tiempo. Cómo creemos, si no, que
graban y transcriben nuestras conversaciones, hasta las más íntimas, con
personas en las que confiamos plenamente. Las almacenan y, cuando hace falta,
previa autorización de un juez, dejan de ser privadas. Pero eso sólo cuando se
quiere utilizar legalmente, porque, para un chantaje, o para el espionaje puro
y duro, basta con tener los instrumentos o los amigos apropiados.
Hoy, los gerifaltes de la Unión Europea -uno de los cuales,
el nuestro, acaba de decir que alguna que otra ley o sus consecuencias no le
gustan- han mostrados su preocupación, no porque Estados Unidos nos espían,
sino porque es a ellos a quienes espía, lo que es tan inútil como se alzar los
brazos con cara de no haber roto un plato en su vida de los defensas leñeros.
En fin, que quizá estábamos más a cubierto cuando para
espiarnos tenían que buscar el cable de nuestra línea y puentearlo, algo que
siempre notábamos, pero, ahora, la misma enfermedad nos hace fuertes y quizá
corramos peligro, pero como en las carreteras de alta montaña, el paisaje lo
merece.
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