martes, 29 de octubre de 2013

POR DONDE SE EMPIEZA UN CESTO

 
 
Cuando ayer se conoció la noticia de la tragedia del Pozo José Luis, a cuarenta kilómetros de León, yo, como supongo que todos, pensé en el hundimiento de una galería o en una explosión de grisú, ese gas traicionero, mezcla de metano y otros gases procedentes de la descomposición de la materia orgánica, que se esconde entre el carbón, junto al que se forma. Un gas altamente inflamable y explosivo, que ha estado detrás la mayoría de desastres que se han producid en la minería mundial.
Esas tragedias, afortunadamente ya casi superadas, gracias a la tecnología y a la fuerza de los sindicatos mineros, llenaban portadas y portadas y abrían los telediarios. A veces, para regocijo de la prensa amarilla y de políticos sin alma, dejaban atrapados con vida a los mineros y los rescates, como cuenta magistralmente Billy Wilder en "El Gran Carnaval", aunque, en ese caso, no eran mineros los atrapados, sino un arqueólogo.
Pero lo de ayer no fue así, ni siquiera fue una explosión. Fue un envenenamiento de los diez mineros que trabajaban en la galería cuando se "pinchó" la bolsa de grisú, que nos e ve, ni huele ni suena y que acabó sordamente con la vida de seis de ellos, dejando gravemente intoxicados a los otros cuatros. Como no hubo derrabe, el rescate fue rápido, ojalá lo hubiese sido más, y apenas hubo tiempo para el circo mediático y político.
Aún así, el gabinete de prensa del ministro no tardó en anunciar que el ministro se desplazaba de inmediato al pozo, junto al presidente de Castilla León. El mismo ministro que se negó a escuchar a los mineros, primeras víctimas del plan de recortes del Gobierno, que han marchado dos veces sobre la capital, mostrando la solidaridad de interna de la minería y recibiendo la de los ciudadanos que, quizá ahora más que nunca y por razones obvias, les aplaudieron y apoyaron, mientras lo único que quiso o supieron darles Rajoy y sus ministros fueron las cargas, los palos y los pelotazos de goma de sus antidisturbios.
No sé qué fue lo que llevó a José Manuel Soria a improvisar su viaje al pozo José Luis. Quizá la renta mediática obtenida por Sebastián Piñera, el presidente chileno, en el circo montado en torno al rescate televisado de los 33 mineros encerrados en la mina San José -por qué les pondrán nombre de santos a esas entradas al infierno- rescatados, fotografiados, usados y abandonados, una vez que, conseguido el efecto mediático, se apagan los focos y los flashes.
Quizá fue eso, pero sólo el anuncio de que se iba a asomar al dolor de la mina bastó para despertar la rabia de quienes acababan de perder a seis de sus compañeros. Y quizá fue el buen sentido de alguno de los asesores el que le aconsejó a última hora rendir viaje en León y no acercarse al Pozo, para dar el pésame a las familias y compañeros de los fallecidos.
Otra cosa hubiese sido una enorme torpeza, porque como la mayoría le hubiesen dicho lo que he escuchado decir a la mujer de un compañero de los fallecidos "que se metan su pésame por donde se empieza un cesto".
 
 
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