Cuánto me gustaría que la respuesta a la pregunta del
titular fuese sí, pero teniendo en cuanta la resistencia que ha ejercido
la justicia valenciana a sentar en el banquillo al que fuera presidente de
la Diputación de Castellón y todopoderoso hombre del PP en esa provincia,
entenderéis que ese titular vaya entre signos de interrogación y que aún no las
tenga todas conmigo como supongo que les ocurre a la gente de bien.
Carlos Fabra, hijo, nieto y padre de quienes desde hace
quizá más de un siglo han hecho de su capa un sayo en Castellón, es un
personaje siniestro más digno de las páginas de "El jueves" que
de los telediarios, vestido siempre con el uniforme de "Martínez el
Faca", grosero y faltón, prepotente y matón, al que hasta ahora le ha
importado siempre un pito la opinión pública, porque sabe bien que esa opinión
se puede fabricar y comprar.
Cómo, si no, iba a comportarse como lo ha hecho durante
décadas, cómo ha podido pretender hacernos creer que semana sí y semana no le
tocaba la lotería que, curiosamente, cobraba su chófer y hombre de
confianza. Fabra ha conseguido hacer creer todo este tiempo a los
castellonenses, no en su honradez, que bastante poco parece importarle que
crean en ella, sino que nada de lo que ocurriese en la provincia, para bien o
para mal, ocurría sin su consentimiento.
Algo de eso debía haber, cuando su caso ha pasado por más de
una decena de jueces y fiscales que, como encerrados en una ratonera, hacían lo
posible para abandonar la plaza y, con ella, el caso que se había enredado en
su destino. Algo debe haber cuando, para poder sentarle en el banquillo, en más
de una ocasión, el Tribunal Supremo ha tenido que ha tenido que
intervenir para enmendar la plana a la justicia valenciana, la misma que
absolvió a Camps y dio un vergonzante carpetazo a la investigación sobre el
accidente del metro de Valencia.
Algo debe haber de cierto en la leyenda que acompaña a un
tipo que ha sido fundamental para la dirección de su partido, controlando con
su influencia los congresos provincial, regional y por ende nacional. Algo
debe haber de verdad, cuando el señor Fabra, como Bárcenas en tiempos ya
casi olvidados, ha sido puesto como ejemplo y ha merecido la defensa
cerrada que de él han hecho Aznar y Rajoy. Algo debe haber, cuando, a una
llamada suya, se abatía cualquier barrera legal interpuesta entre la
legalidad y los negocios de su esposa.
Es el poder omnímodo ejercido desde la cuna, del que también
disfruta su hija Andrea, capaz de gritar en sede parlamentaria un "que se
jodan" dirigido a los pensionistas, paganos y amortiguador, en gran
medida, de las consecuencias de la crisis. El poder de quien, con distintos
uniformes, aunque con las mismas ideas han venido dirigiendo en provecho
propio los destinos de sus conciudadanos.
Pero haría mal el señor Fabra en pensar que eso va a ser así
para siempre, haría mal en tensar la cuerda, porque, en democracia, cualquier
cuerda, por resistente que parezca, también se rompe si se la tensa demasiado.
Haría bien Fabra en mirarse en el espejo del todopoderoso Berlusconi que pasa
por sus horas más bajas porque, al final, le abandonan también los suyos. Y es
que, pese a que ya nació en lo más alto del poder de Castellón y pese a haber
dejado, como un faraón, su pirámide liza y de cemento, sin aviones que la
pisen, con estatua fallera para que el recuerden, a Carlos Fabra parece que le
ha llegado su San Martín. Ojalá sea así. Si no, me va a ser difícil volver a
confiar en la justicia.
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