miércoles, 30 de noviembre de 2011

GALLARDÓN Y SU PIRÁMIDE

Vivo en Madrid, en una calle que no siempre está limpia; una calle en la que demasiado a menudo la basura rebosa los contenedores y extiende olores y colores por la calzada y la acera; una calle. paraíso de los indigentes que no tienen dificultad en hacerse con cuatro cartones precisen para proteger su sueño, porque, cansados de encontrarse el contenedor del papel reciclado lleno a reventar, ya ni se molestan en plegar las cajas y las amontonan con perjuicio para la estética y para quienes andamos con la vista justa para caminar con seguridad.
No vivo en Soweto, ni en un arrabal de Delhi. Vivo en Madrid, al otro lado del río, no tan lejos del lugar en que Gallardón ha levantado su pirámide. Vivo en una calle por la que el último municipal que pasó vino a caballo, una calle, una plaza, en la que aparcar en triple o cuádruple fila es lo normal. Vivo en una calle, en un barrio, por el que los autobuses a veces tardan casi media hora en pasar. Vivo a unos diez minutos de esa playa sin arena ni sombrillas, donde los madrileños incautos pueden "pillar" un pie de atleta de concurso a pesar de que este año las setas se están dando mal.
Vivo al lado de ese "Madrid Río" que yo tuve la suerte de conocer con huertas y que ahora es un secarral, donde los árboles se mueren, secos, sin riego apropiado, ni tierra en la que arraigar, aunque cumplieron su función como enorme panfleto electoral. Vivo a un paso de ese parque lineal en el que los jubilados han tenido que aprender a subirse a los maltrechos árboles y a los escasos bancos, para no acabar sus días postrados en una cama, atropellados por ciclistas, cochecitos a motor o veloces patinadores.
Vivo en una ciudad de baldosas y alcantarillas rota, porque no tienen el espesor suficiente para soportar el peso de las muy aparentes barredoras mecánicas o el incivismo de los conductores que aparcan sobre ellas. Vivo en una ciudad en cuyas calles peatonales el peatón puede acabar atropellado por los coches de los clientes de El Corte Inglés que tiene veda para todo y también para esto.
Hablando de El Corte Inglés, vivo en una ciudad en la que las fachadas se vuelven Cortylandias, no una semana, ni dos, sino tres meses al año, con su inseguridad, sus peligrosas aglomeraciones y su ruido.
Vivo en una ciudad, en la que se cierran bares por el ruido y, sin embargo, permite circular por el centro a esos biscúter amarillos y turísticos con su megafonía a todo trapo, conducidos por guiris que, si no están sordos, lo van a estar, al igual que los vecinos del centro. Vivo en una ciudad que ha pasado de tener un cielo de un envidiable azul a tenerlo de color marrón anaranjado.
Vivo en una ciudad que no tiene para pagar sus deudas, que despide interinos y que recorta las ayudas a domicilio, ni para crear albergues dignos y suficientes, para tantos como naufragan.
Vivo, en fin, en Madrid. Una ciudad hermosa y divertida, pero dura, muy dura, que tiene un alcalde que se ha propuesto quedar en la memoria de sus vecinos en placas conmemorativas y, sobre todo, en ese palacio de príncipe de cenicienta que se ha construido en Cibeles con un salón de plenos digno de un faraón que ha provocado el sonrojo y la indignación, incluso, de aquellos que pondrán su democrático culo en el cuero de sus sillones para pulsar los botones que determinaran nuestro destinos los próximos años. Un salón del que nos han ocultado un dato: lo que cuesta: Probablemente, porque no podemos permitírnoslo.
Vivo en una ciudad que se llama Madrid y que tiene un alcalde, Gallardón, que ahora, después de habernos dejado, a nosotros y a nuestros nietos cargados de deudas, y después de habernos engañado sobre su espíritu de servicio a los vecinos, se va de ministro. Sólo espero que no se le ocurra hacer playas en los Monegros o alicatar las playas. No podríamos pagarlo.


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