Vivo en Madrid, en una calle que no siempre está limpia; una
calle en la que demasiado a menudo la basura rebosa los contenedores y extiende
olores y colores por la calzada y la acera; una calle. paraíso de los
indigentes que no tienen dificultad en hacerse con cuatro cartones precisen
para proteger su sueño, porque, cansados de encontrarse el contenedor del papel
reciclado lleno a reventar, ya ni se molestan en plegar las cajas y las
amontonan con perjuicio para la estética y para quienes andamos con la vista
justa para caminar con seguridad.
No vivo en Soweto, ni en un arrabal de Delhi. Vivo en
Madrid, al otro lado del río, no tan lejos del lugar en que Gallardón ha
levantado su pirámide. Vivo en una calle por la que el último municipal que
pasó vino a caballo, una calle, una plaza, en la que aparcar en triple o cuádruple
fila es lo normal. Vivo en una calle, en un barrio, por el que los autobuses a
veces tardan casi media hora en pasar. Vivo a unos diez minutos de esa playa
sin arena ni sombrillas, donde los madrileños incautos pueden
"pillar" un pie de atleta de concurso a pesar de que este año las
setas se están dando mal.
Vivo al lado de ese "Madrid Río" que yo tuve la
suerte de conocer con huertas y que ahora es un secarral, donde los árboles se
mueren, secos, sin riego apropiado, ni tierra en la que arraigar, aunque
cumplieron su función como enorme panfleto electoral. Vivo a un paso de ese
parque lineal en el que los jubilados han tenido que aprender a subirse a los
maltrechos árboles y a los escasos bancos, para no acabar sus días postrados en
una cama, atropellados por ciclistas, cochecitos a motor o veloces patinadores.
Vivo en una ciudad de baldosas y alcantarillas rota, porque
no tienen el espesor suficiente para soportar el peso de las muy aparentes
barredoras mecánicas o el incivismo de los conductores que aparcan sobre ellas.
Vivo en una ciudad en cuyas calles peatonales el peatón puede acabar
atropellado por los coches de los clientes de El Corte Inglés que tiene veda
para todo y también para esto.
Hablando de El Corte Inglés, vivo en una ciudad en la que
las fachadas se vuelven Cortylandias, no una semana, ni dos, sino tres meses al
año, con su inseguridad, sus peligrosas aglomeraciones y su ruido.
Vivo en una ciudad, en la que se cierran bares por el ruido
y, sin embargo, permite circular por el centro a esos biscúter amarillos y turísticos
con su megafonía a todo trapo, conducidos por guiris que, si no están sordos,
lo van a estar, al igual que los vecinos del centro. Vivo en una ciudad que ha
pasado de tener un cielo de un envidiable azul a tenerlo de color marrón
anaranjado.
Vivo en una ciudad que no tiene para pagar sus deudas, que despide
interinos y que recorta las ayudas a domicilio, ni para crear albergues dignos
y suficientes, para tantos como naufragan.
Vivo, en fin, en Madrid. Una ciudad hermosa y divertida,
pero dura, muy dura, que tiene un alcalde que se ha propuesto quedar en la
memoria de sus vecinos en placas conmemorativas y, sobre todo, en ese palacio
de príncipe de cenicienta que se ha construido en Cibeles con un salón de
plenos digno de un faraón que ha provocado el sonrojo y la indignación,
incluso, de aquellos que pondrán su democrático culo en el cuero de sus
sillones para pulsar los botones que determinaran nuestro destinos los próximos
años. Un salón del que nos han ocultado un dato: lo que cuesta: Probablemente,
porque no podemos permitírnoslo.
Vivo en una ciudad que se llama Madrid y que tiene un
alcalde, Gallardón, que ahora, después de habernos dejado, a nosotros y a
nuestros nietos cargados de deudas, y después de habernos engañado sobre su
espíritu de servicio a los vecinos, se va de ministro. Sólo espero que no se le
ocurra hacer playas en los Monegros o alicatar las playas. No podríamos
pagarlo.
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