Muchas veces, tenemos la sensación de que los líderes
políticos, de aquí y de allá, no son sino muñecos de guiñol que alguien maneja
mientras, escondido tras una cortina, llena de contenido, cuando no improvisa,
su discurso.
Ocurre, porque casi todos se afanan por parecer más altos,
más listos y más guapos de lo que realmente son y acaban rodeándose de gente,
el equipo, que suple sus carencias levantando a su alrededor un tinglado,
detrás del cual muchas veces no hay nada o casi nada.
No sé si recordáis aquel primer "tengo una pregunta
para usted", en el que a uno de los ciudadanos con derecho a tenerla se le
ocurrió preguntar a Zapatero por el precio de un café. A Zapatero le perdió el
afán por no quedar mal y dio un precio que ni los camareros más viejos del
lugar recordaban. Tanto es así que tardó en aparecer un hostelero generosos que
corroborase el precio dado por el presidente ¿No hubiese sido mejor decir que
hacía muchos tiempo que no se tomaba un café en la calle o, incluso, que los
que se tomaba se los pagaban?
Lo mismo le ocurrió a Rajoy, cuando, el pasado lunes, le
traicionó su pasado de sabihondo opositor a registrador de la propiedad y, ante
la evocación geográfica de su circunscripción que hizo el diputado por Cádiz
Rubalcaba, quiso dejar claro que el también conocía el interior de la provincia
y pasó a enumerar una lista de pueblos que conocía, en la que le faltó incluir
Tomelloso o Mondoñedo, porque la mitad de los que nombró no están ni han estado
nunca en Cádiz, sino en Sevilla ¿Qué necesidad tenía de dárselas de pateador de
los maravillosos pueblos blancos gaditanos. Eso, por no hablar del barullo de
papeles y fichas que manejaron con menos soltura que un objetor manejaría un
CETME para aportar su retahíla de cifras tan apabullantes como innecesarias y
sesgadas.
Sigo pensando que, a un debate electoral, los candidatos
deben presentarse ligeros de equipaje, con apenas un papel que les recuerde su
nombre y el de su partido. Si están realmente preparados, todo lo demás sobra
si es que no les ayuda a pifiarla al verse obligados a hablar de cosas que
desconocen, aguantando un primer plano de la cámara.
Los candidatos deben tener claro qué defienden y para quién
lo hacen, o, al menos, así debería ser. Pero la experiencia me dice que acaban
por hacer una lista de logros y promesas a la misma velocidad que se leen en
los anuncios de fármacos las recomendaciones que la ley obliga a incluir o
aparecen los extras del modelo de coche que pretenden vendernos en la tele.
Tienen que tener las cosas claras y no como el candidato a
candidato por los republicanos, el gobernador de Tejas, Rick Perry, que en un
debate televisado no fue capaz de recordar una de las tres agencias
(ministerios) que suprimiría en caso de llegar a la presidencia. Se enganchó
una y otra vez en la tercera hasta que se vio obligado a desistir pidiendo
disculpas, y eso que la agencia en cuestión era la que se ocupa de la energía,
algo imperdonable para el gobernador del estado petrolero por excelencia.
La anécdota de Perry, que no lo es tanto, me ha llevado a
pensar en cuál hubiese sido el papel de Rajoy en el debate televisado si no
hubiese podido leer, como hizo en seiscientas ocasiones, los papeles y las
fichas que le habían proporcionado quienes manejan su guiñol.
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