Vivimos una época convulsa en la que ya nada es, no ya lo
que parece, sino lo que debería ser. Una época en la que quienes ostentan el
poder, que no siempre son los gobiernos, apoyados por quienes configuran la opinión,
retuercen sus argumentos, cuando los dan, hasta el punto de meter a la verdad
en una galería de espejos en la que se deforma y se desdobla hasta el punto de
que deja de ser una y clara.
Sin embargo, por encima de lo que está pasando, quedan las
sensaciones, quedan las certidumbres que llevan a los ciudadanos a responder en
las encuestas que los bancos tienen más poder que los gobiernos y que los
políticos son uno de sus mayores motivos de preocupación, cuando debieran ser
la solución a sus problemas.
Esta situación tan inquietante se ha manifestado en toda su
delirante crudeza cuando el primer ministro griego, Yorgos Papandreu, ha tenido
la "desfachatez" de dar la palabra al pueblo -¿no era esa la esencia
de la democracia?- antes de aprobar la terrible batería de medidas que se
imponen desde el triángulo Berlín-París-Bruselas. El gesto de Papandreu,
sincero o no, interesado o no, es incontestable, pero ha dejado helados a
quienes pilotan la "presunta" salida a esta crisis en Europa. "Habrase
visto", habrán pensado, preguntarle a la gente si quieren ahorcar su
futuro.
Está claro que el referéndum griego, si llega a celebrarse y
mucho más si certifica el rechazo a las contrapartidas al plan de rescate
europeo, no va a traer más que quebraderos de cabeza a los líderes europeos,
pero ¿y nosotros? ¿Qué es lo que tenemos desde hace más de dos años? Lo que
propone el jefe de gobierno griego es lo que no se atrevió a proponer el
nuestro que agacho las orejas y tragó, incluso cuando se nos obligó a reformar
nuestra constitución. Por cierto, menudo papelón el del secretario de Estado
para Europa, Diego López Garrido, que rechazó la celebración del referéndum
griego, porque -dijo- ese tipo de consultas se reserva para la reforma de la
constitución. Acabáramos.
Lo peor de lo malo es que ante este panorama en el que se
niega la palabra al pueblo, se le convoca para que, dentro de tres domingos
elijamos entre quien formó parte del gobierno que nos ha llevado hasta donde
estamos y quien disfrutaba con el desgaste de ese gobierno y a hurtadillas nos
quiere dejar aún peor. Uno siente entonces ganas de mandarles a todos a la
mierda, pero cae en la cuenta de que la derecha nunca se queda en casa y que,
entre dos males, siempre hay uno peor.
Qué pena que la democracia no pueda llevarse al taller,
porque necesita unos cuantos arreglos o, al menos, una revisión a fondo.
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