Mariano Rajoy, el presidente que en apenas tres años ha
acabado sentado sobre un hormiguero del que, un día sí y otro también, salen
las guerreras con un nuevo caso de corrupción a cuestas, a morder sus
encallecidas posaderas. Y todo con ese rostro patético, esa mirada huidiza y
asustada en la que, a veces, pero sólo a veces, asoma la ira, pero casi siempre
igual, para habar siempre con tautologías y frases vacías y llenas de
ambigüedades que son como esos torres con las que hoy juegan los hipsters y
gafipasta, sacándoles con cuidado las piezas, las palabras justas, para que
puedan mantenerse en pie sin decir nada.
Esa es sólo parte de la técnica, porque la complementa con
un alambicado ejercicio de dilución de responsabilidades, sumergiendo las suyas
y las de sus compañeros, los errores propios y ajenos, en ese socorrido
concepto de culpa, tan querido por la iglesia católica, que equipara una sisa
en la cuenta del supermercado para un capricho con el desfalco en las arcas de
un ayuntamiento o el obsceno saqueo de Bankia. Una hábil manera de equiparar
las corruptelas de su partido con las andanzas de cualquier raterillo callejero.
No sé si es el propio Rajoy quien lo hace o Pedro Arriola,
ese brujo ya caduco, famoso por su tino a la hora de leer encuestas, que lleva
meses sin olerse la tostada incapaz de ver cómo la crisis, los que dicen
inevitables recortes, el paro y la escandalosa corrupción que afecta a su
partido se llevan los votos de PP como el viento de un temporal se lleva la
arena de la playa para arrastrarla al fondo del mar o para, en el caso de la
otra pata del bipartidismo, depositarla, con suerte, en la duna de Podemos u
otras formas alternativas.
Rajoy pretende revolverlo todo para aparecer como víctima y
no como culpable, para hacernos creer que, pobrecito él, ha sido engañado por
toda esa gente que ha venido aprovechándose de esos puestos a los que él mismo
les promovió. Y yo no estoy dispuesto a consentirlo, no. Porque Rajoy lleva
toda la vida en el PP y lleva toda la vida ejerciendo el poder en él, por lo
cual no valen excusas y tampoco valen las culpas diferidas, trasladadas al
partido de los tiempos de Aznar, como se intenta transferir otras culpas a la
herencia socialista.
Y es que Rajoy no sólo fue un hombre de confianza de Aznar,
ministro en todos sus gobiernos, sino que fue, además, su delfín. Y, por si
fuera poco, se responsabilizó de más de una de sus campañas electorales, con lo
que debe suponérsele, cuando menos, un cierto conocimiento del entramado del
partido, por lo que no le creo cuando dice haberse sorprendido por el trilero
que siempre ha sido Francisco Granados. Así que mejor que no venga ahora
haciéndose de nuevas y pretendiendo que se ha equivocado y que todo el mundo se
ha equivocado alguna vez.
Yo, se lo aseguro, señor Rajoy, no me he equivocado tanto ni
tan gravemente como usted, a pesar de que sólo parece admitirlo cuando hay
fotos, procesamientos y sentencias de por medio. Pese a todo, le concedo señor
Rajoy, que sí, yo también me he equivocado, lo admito. Lo he hecho cuando, cada
cuatro años, me he acercado a las urnas y he depositado mi confianza en un
partido, no el suyo, que no la merecía.
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