Por fin, ayer, los dioses de los telediarios fueron
generosos conmigo. Por fin, por un momento, llegué a creer que vivía en el país
que siempre había soñado, cuando aparecieron en la pantalla de mi televisor
cuatro profesionales con bata blanca, dos hombres y dos mujeres, anunciando
satisfechos que su compañera Teresa Romero ya estaba libre de Ébola. Y lo hicieron
sin alardes, como quien está satisfecho de haber cumplido con su obligación,
pese a lo complicado de su éxito y el evidente riesgo con el que han vivido
estos días.
Y, si las noticias que traían eran magníficas, más lo fue la
forma en que lo hicieron, con humildad y sin rencor, sin el más mínimo
resentimiento hacia quienes, con su torpeza, pusieron en riesgo a todo un país
con su improvisación y sus torpes decisiones. Especialmente hermosa fue la
manera en que manifestaron su agradecimiento cariñoso a todos los que formaron
parte del equipo que ha atendido a lo largo de estos angustiosos quince días a
la compañera enferma, un agradecimiento que se extendió, comenzó por ellos, al
servicio de limpieza y a los celadores, sin alcanzar a ningún cargo político, y
eso, quizá, porque no lo merecían.
Habrá quien pueda decirme que en los últimos días la gestión
de la crisis se ha llevado con exquisita eficacia y que pusieron a disposición
de Teresa los antivirales y el suero de la hermana Paciencia que, sin que sepamos
en qué medida cada uno, han contribuido a la sanación de la auxiliar. Qué otra
cosa se podía esperar, les contesto, de un país civilizado que recauda
impuestos a sus ciudadanos y tiene o debería tener un sistema de salud eficaz y
universal.
Fue una hermosa noticia, porque, con la labor de todos estos
profesionales, no sólo han demostrado el nivel de nuestra sanidad, sino que
habrán contribuido a tranquilizar a una población aturdida por todo ese
tremendismo que, sin importarle las consecuencias, ha llenado horas y horas,
especialmente de televisión, sembrando un pánico injustificado entre la
ciudadanía y disponiendo los mimbres para que los más ignorantes tejiesen sus
muros de desconfianza y marginación hacia quienes habían estado en contacto,
por remoto que fuese, con Teresa o los sospechosos de contagio.
El equipo que ha atendido a Teresa Romero en el Carlos III
ha demostrado que el Ébola, pese a su gravedad y enorme mortandad se cura, y
más en un país del primer mundo. También que nada debe dejarse a la
improvisación ni mucho menos ponerse en manos de quienes, armados de tijeras,
están desmantelando uno de los mayores tesoros que tenía este país y que espero
que siga teniendo, como es su Sanidad.
Ahora sólo cabe esperar que los verdaderos culpables de la
crisis, la ministra y el consejero, se vayan y que lo hagan discretamente, en
silencio, ahorrándonos cualquier intento de excusa, porque no las hay. Y harían
muy bien Rajoy y González en no conservar esos cadáveres políticos en el
escaparate de sus gobiernos, porque la gente ya ha perdido la paciencia y hace
tiempo que está más que harta del zafio dontancredismo de quienes les gobierna.
Sí, la de ayer fue una muy buena noticia, en primer lugar
porque Teresa está curada y a salvo y podrá, no ya quitarse de encima toda la
basura que arrojaron sobre ella, sino que podrá exigir a quienes mancharon su
nombre todas las responsabilidades a que hubiera lugar, pero también esa rueda
de prensa fue, en sí misma, una muy buena noticia para un país demasiado acostumbrado
a que quienes se sientan ante los micrófonos y las cámaras lo hagan a la
defensiva. La rueda de prensa de ayer en el Carlos III fue como un esperado
oasis en el desierto, quizá por eso, los periodistas presentes en ella, muchos
de ellos extranjeros, despidieron a los cuatro médicos con aplausos. Ojalá tengamos pronto nuevas alegrías y escuchemos otros aplausos para los autores de la vacuna que libre a África de ésta y para quienes les libren las otras tragedias que vive.
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