Da miedo -o risa, quién sabe- conocer las explicaciones
dadas por Rodrigo Rato al juez que investiga su gestión del asunto de las
obscenas tarjetas con las que los presidentes de Caja Madrid y Bankia, o
quiénes quiera que estuviesen detrás de ellos, compraban la voluntad de los
consejeros. Y debió ser tal el descaro de Rato al sostener ante el juez que no
sabía nada de lo que ocurría con las tarjetas adjudicadas por esa presidencia
que ocupaba, sobre todo, habiendo nacido hijo de banquero, habiendo ocupado la
vicepresidencia para asuntos económicos del reino de España y habiendo sido
director gerente del FMI, que tales argumentos resultan poco menos que un
insulto a la inteligencia.
Hay quien dice que Rato se hizo en política gracias al
dinero de la familia y que, como ocurre en ese mundo que hoy vemos tan
cenagoso, tejió su red de afectos y fidelidades a base de favores cruzados. Una
especie de misterioso Nicolás que, un día, el siguiente el ascenso y encumbramiento
de Aznar y la refundación del PP se colocó en pleno núcleo duro del partido y
también del gobierno, cuando, en el 96, la derecha recuperó el poder en
este país.
De hecho, Rato estuvo a punto de suceder a Aznar en la
presidencia del Partido Popular y en la que por entonces parecía ganada
presidencia del gobierno. Habría que saber qué fue lo que finalmente inclinó la
balanza a favor del ambiguo corredor de fondo gallego. Fue quizá esa soberbia
heredada que llevó a su padre, Ramón Rato, a ejecutar un crédito contraído por
el sinvergüenza de Nicolás Franco, hermano del dictador, y que provocó la ira
del general que encontró motivos para encarcelar al patriarca y para
expropiar el banco familiar y otros bienes, soberbia que el Rato que nos ocupa
ha mantenido y acrecentado con la púrpura. Nunca lo sabremos, aunque lo que sí
sabemos es que el ex ministro fue convenientemente compensado por la decepción.
Tanto, que se le encumbró a la dirección del Fondo Monetario
Internacional, el organismo que hace y deshace en la economía mundial y da y
quita solvencias y dudas, como bien sabe Argentina, sobre la economía de los
estados. Aquella fue debió haber sido, la cima impensable para el hijo menor de
un banquero de provincias, dedicado a la política del mismo modo que los hijos
menores de los señores feudales se dedicaban a las armas o la iglesia. Pero
algo no debió gustarle de la fría Washington, ya que, antes de concluir el mandato
a que se había comprometido, rehízo sus maletas y regresó a España.
Pero no penséis que vino de vacío, porque no le faltaron
poltronas en las que sentarse, con alguna que otra duda, pero aún con
prestigio, hasta que tras una dura contienda, a la que no fue ajena, ni mucho
menos, la inmoral moralista que es Esperanza Aguirre, acabó en la presidencia
de Caja Madrid, a sólo unos meses de que estallase el escándalo de la cajas de
ahorros que derivó en su transformación en bancos, primero, y en su intervención
después, con la escandalosa salida a bolsa de Bankia de por medio.
Puede alguien pensar todavía que, con ese currículo y todo
ese poder acumulado, este señor no se enterara de nada y no supiera
siquiera que la tarjeta con la que pagaba alcohol y juergas, porque uno no va a
un club a rezar, era opaca y tenebrosa y no cotizaba al tesoro de cuyos
destinos un día estuvo al frente. Uno, que es torpe e inocente, llega a pensar
que todos los cargos por los que ha pasado Rato son poco menos que honoríficos,
una especie de título nobiliario, y que quienes en realidad tienen el poder
económico que ellos ostentan son unos hombrecillos verdes ajenos a toda
pasión y sentimiento que pasan por encima de quien sea y lo que sea para hacer
más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.
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