Me vienen estos días a la memoria esos otros en que me
tocaba cubrir algunos plenos del Congreso de los Diputados y recuerdo lo
chulesca y desagradable que me pareció siempre la actitud de algunos personajes
con los que allí me tope. Recuerdo que uno de ellos era Rodrigo Rato, entonces
en la oposición y al que considerábamos sin ningún género de dudas el número
dos del Partido Popular.
Reconozco que era una cuestión de piel y que, salvo su
altivez y algún que otro desplante que, por otra parte, eran los habituales
para con quienes no formábamos parte de los periodistas con los que trataba,
nunca me trató especialmente mal. Pero, insisto, era cuestión de piel, y no me
gustaban ni él ni sus trajes de marca, pijos y apretados, ni sus camisas, con
el cuello a punto reventar, ni, mucho menos, timbre metálico de su voz ni sus
miradas despectivas. Y todo eso, antes incluso de alcanzar la vicepresidencia
económica del gobierno y, no digamos, la gerencia del FMI.
No me gustaba Rato y no me gustó saber de los tejemanejes,
bien es verdad que siempre hay alguien que se adelanta a los poderosos, para
desplazar su vida sentimental a Washington cuando fue elegido como director
gerente del Fondo Monetario Internacional, empeñando el prestigio de las
instituciones españolas que le apoyaron para, luego, dejarlo por los suelos
tras su espantada del cargo por motivos personales. Y me molestó verle en la
presidencia de Caja Madrid que, ya por entonces, aunque yo no lo sabía, se
había quedado con la mitad de mis ahorros estafándome con las preferentes. Ni
me gustó que, tras su salida de la Bankia que entre Blesa y él habían hundido,
le reclamase Botín para su banco.
No me gustó, porque era la prueba evidente de que algunos, no
importa lo que hagan o lo que puedan llegar a hacer, siempre quedan a flote. Y,
en este punto, no me consuela ese dicho tan castizo de que la mierda siempre
flota, porque, flotar, quizá flote, pero, aun así, sigue pringando e
infectándolo todo.
Y es que Rodrigo Rato, ya desde la cuna, siempre ha pirado
por encima del hombro a los demás o, al menos, así me lo ha parecido. Tanto
que, ni en las famosas fotos del tendedero americano, fui capaz de encontrar un
atisbo de humanidad.
Qué ironía que la personalidad y la vida secreta que yo le
sospechaba a este personaje, quizá por puro clasismo inverso, vaya a quedar
retratada no en unas memorias rematadas por un negro o por una de esas
biografías amistosas que les suelen regalar a los poderosos. La biografía de Rato,
a la que aún le quedan capítulos por cerrar, se va a escribir en papel judicial
a partir de las notas que él mismo ha dejado escritas con su tarjeta black. Una
biografía que transcurre por fiestas, bañada en alcohol, y por todos esos
lugares a los que se accede con la tranquilidad que da saber que no se va a dar
cuenta de que se ha estado en los infiernos, porque el dinero de origen
incierto, el que revuelve o podría remorder la conciencia, se gasta en eso, en
pagar lo que resulta inconfesable.
No sé si la responsabilidad de Rato en el uso y abuso de esa
tarjeta black de primera -hoy me he enterado de que, hasta en esto, hay clases-
le llevará a esa celda donde tantos queremos verle. Tampoco sé si lo que le
lleve allí sea haber estado al frente del chiringuito. O, quizá, haber
encargado el maquillaje de las cuentas para convertir la salida a bolsa de
Bankia en otra gran estafa. Ni siquiera sé si todo lo anterior le sacará del
partido del que se sirvió para alcanzar todo el poder que tuvo. Lo que sí sé es
que ya nadie podrá volver a verle si no es cargado de botellas o enterrado en
la tapicería de un pub de moda, rodeado de copas y quién sabe qué o quién más.
Tengo la impresión de que la torpeza prepotente -o la
prepotencia torpe, como prefiráis- del todavía asesor del Santander nos ha
permitido ver al verdadero Rato, ese que algunos intuíamos, pero que él solo ha
descubierto.
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