Quién no ha visto, cuando se acercan las navidades, en
calles y mercadillos esos toscos juguetes mal fabricados en plástico de mala
calidad que tratan de imitar al último superhéroe, a la muñeca de moda o a los
personajes de la última película estrenada. No son más que sucedáneos, malas
imitaciones, de los que aparecen en la tele machaconamente, los que hacen creer
a nuestros hijos que, sin ellos, la vida es imposible. Son el sucedáneo de la
falsa felicidad que se promete a nuestros hijos, que unos cuantos avispados
ponen en el camino de quienes no pueden llevar a sus casas los originales.
Luego, una vez desempaquetados, en manos de los niños, estos
comprueban que apenas se parecen a los que tiene el vecino, que se deshacen con
sólo mirarlos y que la fea pintura que los recubre, apenas sin brillo, quién
sabe si tóxica, se descascarilla y se queda pegada en las manos. Eso, por no
hablar del peligro que entraña poner en esas manos algo que no ofrece la menor
de las garantías.
Pues bien, la consulta anunciada ayer por Artur Mas es poco
más que un sucedáneo, una falsificación del imposible referéndum prometido. No
es más que una especie de espectáculo con el que mantener entretenidos a sus
conciudadanos para no dejar que la melancolía a que conduce la frustración les
embargue y les desmovilice, mientras encuentra una salida más o menos digna, si
es que aún es posible, para el tremendo fracaso de su estrategia.
Lo único que pretende Mas con esta macro encuesta disfrazada
de votación mantener la tensión de la calle, mientras trata de llegar a un
acuerdo con su hasta ayer compañero de aventura Oriol Junqueras para fabricar
una lista conjunta que, envuelta en la bandera de la independencia, permita
salvar los muebles de una Convergencia que se desmorona por momentos.
Resulta curioso, y lamentable, comprobar cómo Mas,
responsable de poner en marcha este tren sin destino, no es capaz de asumir la
más mínima responsabilidad de lo ocurrido. Si repasamos su rueda de prensa de
ayer, la responsabilidad es de Madrid y de quienes, según él, resquebrajaron el
consenso soberanista y el único enemigo el Estado. Algo, esto último de
identificar gobierno y estado, que deja al descubierto su obsesión en encarnar
en solitario la representación de Cataluña, que no es más que el credo y principal
pecado de los nacionalistas.
Soy incapaz de imaginar cómo van a transcurrir las apenas
cuatro semanas que quedan hasta el nueve de noviembre. Tampoco sé qué pueden
estar pensando ahora los ciudadanos de Cataluña, ilusionados como yo lo hubiese
estado por poder expresar sus deseos de futuro para su tierra, ni mucho menos
cuál va a ser la alternativa a la alternativa que pongan en práctica los
partidos desenganchados del frágil consenso dinamitado ayer.
Lo único que tengo claro es que, antes o después, los
catalanes van a ir a las urnas para elegir unos nuevos representantes y que lo
harán sin una previa declaración de independencia que no ha sido posible ni
mucho menos lo será después de la ruptura del bloque soberanista. Y creo que
eso es lo único deseable que el panorama político catalán se reorganice y que
las fuerzas políticas que salgan de las urnas obren en consecuencia, con la
lección aprendida de esta frustrante aventura.
Lo único claro es que la consulta que quiere llevar a cabo
Artur Mas, sin un censo público, sin los funcionarios que, según la ley, velen
por la pureza del procedimiento y sin las mínimas garantías democráticas no
pasará de ser una especie de manifestación atípica, sin otro valor, y reconozco
que es mucho, que el de la enorme uve de hace un mes, o la cadena humana que
recorrió Cataluña de norte a sur hace unos meses, Emotiva, significativa, pero,
en todo caso, un sucedáneo.
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