Quién no recuerda, yo al menos sí lo hago, aquellas
plaquitas de aluminio, grabadas en negro que, al menos en los autobuses
madrileños, aquellos pintados en azul y vainilla, de conductor y cobrador
uniformados y con quepis, informaban, entre otras muchas cosas, de la prohibición
de hablar con el conductor. Ya por entonces se sabía que cualquier distracción
de quien está a los mandos de un vehículo puede resultar fatal. Sin embargo,
aún hoy, no es extraño ver como algún pasajero habitual se enreda en
charla con quien tiene que estar pendiente del tráfico, la ruta, de quienes
esperan al autobús en las paradas o de los viajeros que la solicitan para
apearse. No hace mucho, fui testigo de una de estas circunstancias y de cómo el
conductor, de "charleta" con un colega, no se detuvo a petición
de una pasajera y de la bronca consiguiente.
En aquella ocasión todo quedó en eso, en una brinca. Pero es
fácil imaginar lo que hubiese sucedido si ese conductor tuviese entre sus manos
los controles de un tren lanzado a casi doscientos kilómetros por hora.
Sabiendo eso y teniendo absoluta y científica constancia de la merma en la
atención que produce cualquier conversación, mayor si se hace a través de un
aparato como el teléfono móvil, no soy capaz de imaginar por qué alguien de la
compañía tuvo la fatal ocurrencia de telefonear a Garzón cuando estaba a punto
de tomar la curva de A Grandeira.
El pobre maquinista -no creo que hoy haya nadie más
desgraciado- deseó haber muerto junto a sus pasajeros,
cuando, minutos después de aquella llamada y una vez que fue rescatado de
ese potente tren que se había salido de la vía porque se había
desorientado por la conversación, fue consciente de las consecuencias del
desastre.
Cuando ayer se supo el contenido de las cajas negras, RENFE
se apresuró, como no lo había hecho hasta entonces para ninguna otra precisión,
en hacer público el protocolo sobre uso de teléfonos móviles por parte de los
maquinistas de servicio. Y la compañía no escatimó medios, enviando con premura
notas de prensa y poniendo a disposición de las televisiones a sus portavoces.
Algo que resulta más que mosqueante, porque cada vez está más claro que la
información que hasta ahora ha facilitado RENFE se está administrando en favor
de la compañía y, a veces, en perjuicio del maquinista, empleado suyo, que
conducía el tren.
Tal y como se ha presentado ante la opinión pública a
Francisco Garzón, más de uno se habrá formado de él la imagen de tipo
irresponsable, pendiente de jugar con el Facebook y adicto a la velocidad.
Parece que no es así y menos mal que las cajas negras del tren han funcionado,
no como el ERTMS y quién sabe si el intercomunicador de cabina -tren tierra
creo que se llama- que conecta la cabina de mando con las estaciones y que,
para aclarar la ruta de entrada a Ferrol, fue sustituido por el móvil
profesional, el único autorizado a bordo y que sólo debía usarse para comunicar
incidencias del servicio o emergencias.
Cuanto más sabemos del accidente más sospechosa aparece la
administración y más burda parece su estrategia de autoexculpación en
detrimento del conductor del tren. Apostaría a que nunca sabremos quién filtró
a través de Facebook la secuencia del descarrile registrada por las cámaras de
seguridad, tampoco sabremos porque en cuestión de horas se había filtrado la
conversación de un Garzón todavía aturdido asumiendo la responsabilidad del
desastre y nada hemos sabido, hasta que lo ha revelado la caja negra en manos
del juez, de esa llamada previa que pudo haber desencadenado la tragedia.
Tendrán que explicar ahora por qué, si no es conveniente hablar con el
conductor, se le dieron instrucciones, precisamente cuando abordaba el punto
más peligroso del trazado de la línea.
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