Me cuesta esta mañana, como nunca, ponerme a escribir sobre
el único asunto que hoy merece nuestra atención. Y me cuesta, sobre todo,
porque hace ya muchos años perdí a mi hermano Miguel en un accidente
ferroviario, otro, absurdo como todos, un cinco de enero, víspera como hoy de
una fiesta que para nosotros, para mi familia, para mis amigos y los de Miguel,
dejó de serlo en el instante en el que aquel tren se encontró de frente en la
misma vía con aquella máquina que nunca debía haber estado allí.
Recuerdo perfectamente las primeras noticias de aquel
accidente ferroviario. Había ocurrido cerca de Miraflores de la Sierra y
las escuché en la radio, con el desapego de quien tiene otras cosas que
hacer y no sospecha que lo que acaba de suceder le afecta y va a cambiar
su vida para siempre. Era víspera de Reyes y trabajaba en el negocio familiar
-una perfumería- aconsejando y empaquetando esos regalos de última hora que,
pese a la falta de imaginación o presupuesto, permitían cumplir con la
tradición. Tenía también otras cosas en las que pensar, porque tres días
después iba a casarme.
Recuerdo también que el destino estuvo jugando con nosotros,
con mis padres, mis hermanos y conmigo durante horas, porque, como digo, no
sabíamos que Miguel viajaba en él y, cuando lo supimos, nos dijeron que no
estaba entre las víctimas, ni siquiera entre los heridos que habían sido
evacuados. Tratando de explicar lo inexplicable, nos dijeron que quizá le
habían evacuado aturdido y desorientado. Pero las horas pasaban y Miguel no
aparecía o, mejor dicho, no daba señales de vida.
Todo, porque habían identificado su cadáver -llevaba una
cazadora azul- como el de uno de los maquinistas que, finalmente,
apareció herido en uno de los hospitales.
Recuerdo que tuve que acompañar a mi padre hasta Miraflores
cuando ya supimos -fue él, pobre, quien tuvo que identificar el cuerpo-
que una de las víctimas era mi hermano. Había fallado la suerte, la esperanza
que nos mantuvo aturdidos todo el día y, por desgracia, Miguel estaba
allí. Tuve, no sé si la suerte, sí el privilegio, de poder despedirme de aquel
chaval tan brillante y tan querido -aún hoy, treinta años después de su muerte,
me hablan de él- con el que, de niños, tantas veces me había peleado. Heredé su
entusiasmo, alguno de sus libros y bastantes de sus amigos, su recuerdo y la
duda de hasta dónde pudo haber llegado de no haber muerto
absurdamente cuando sólo tenía veinticuatro años.
Por eso no me gusta hablar de estas cosas, porque yo he
pasado por ello, porque sé que, cuando suceden, los periódicos, las
televisiones y las radios se llenan de datos, de historias y de imágenes que
poco o nada tiene que ver con la realidad de las historias truncadas, de las
vidas interrumpidas que quedan entre los restos. Los medios tratan de darle a
la sociedad una explicación o un consuelo que nunca lo son para quienes
han perdido a sus seres queridos.
En mi caso, el de Miguel, el único consuelo es que, a sus
veinticuatro años, había vivido una vida tan intensa y gratificante que,
he de reconocerlo, le envidiaba. Desde que enterramos su cuerpo, nunca he
vuelto al cementerio para visitar su tumba, pero raro es el día que no me
acuerdo de él. Entendéis por qué no me gusta hablar de estas cosas.
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