miércoles, 24 de julio de 2013

SU DIOS EN NUESTRA CAMA

 
 
No seré yo quien ponga la más mínima traba a las creencias de un ciudadano, siempre que éstas no interfieran en la vida del resto de individuos que componen la sociedad, siempre que respeten su libertad y, sobre todo, su derecho a la felicidad. Por eso, quienes traten de imponer sus ideas o sus creencias a los demás, me tendrán siempre enfrente con todas mis fuerzas.
Tener a dios,  un dios cruel, justiciero y parcial, de su lado lleva a algunos a ser injustos y crueles, hasta el punto de imponer la infelicidad como castigo a quienes no comparten su credo, un credo que, para algunos, lo impregna todo y tratan de "colarnos" en sus leyes, más allá de la justicia y el sentido común. Tener a ese dios de su parte y más si ese dios o, mejor dicho, quienes hicieron y deshicieron en su nombre durante cuarenta años, conduce a la soberbia y a no querer ver el mundo como es, sino como quieren verlo. Tener a dios en sus filas les hace creerse invencibles e incontestables.
Pero el asunto no es tan sencillo. Porque, pese a las imágenes de cristos torturados colgadas en los cabeceros de las camas de tantos y tantos hogares, la felicidad o el deseo de alcanzarla acaban por imponerse y acaba por reventar las costuras del más estrecho de los trajes que nos quieran imponer. Y, para su desgracia, también la felicidad es contagiosa. Mucho más que el miedo o la tristeza.
De un tiempo a esta parte, millares y millares de hombres y mujeres han optado por aceptarse como son y por quererse a plena luz del día, sin tapujos y sin miedo. Millares de esos hombres y mujeres han optado por garantizar su amor ante los hombres gracias a una ley que se impuso a cirios y sotanas, dándoles la oportunidad de acertar o equivocarse como al resto de parejas,
Ahora, como cualquier otra, esas parejas quieren culminar su derecho a la felicidad ejerciendo de pleno su derecho a ser una familia y accediendo, para tener descendencia, como cualquier otro ciudadano, a los mismos medios que, gracias a los avances de la ciencia, conseguidos las más de las veces con la oposición del dios justiciero y quienes le defienden, pone a su disposición el Estado.
Lo han intentado y se han encontrado con que quienes deciden ahora sobre la disponibilidad de esos medios son los servidores de ese dios frío y deshumanizado que ve pecado y perversión donde sólo hay amor, tan puro y responsable como el de cualquier otra pareja. Y esos "administradores de la vida y la felicidad" le han dicho que no, que no los tendrán a su disposición, porque esas mujeres que quieren concebir con el semen de un donante anónimo no están enfermas -pese a que, en su fuero interno, crean que sí y que la homosexualidad es una aberración que habría que tratar- y, al no estarlo, no deben ser asistidas en la sanidad pública.
Tienen, han tenido, además, el cinismo de negar intención discriminatoria en sacar fuera del sistema a las mujeres sin pareja masculina, pero, por ese saberse del lado correcto que acompaña a todo talibán que se precie, lo dejaron por escrito en la primera redacción de la modificación de la ley. También dicen, claro, que a todas estas mujeres no se les prohíbe tratarse en clínicas privadas ¡faltaría más! pero, para ello, deberán disponer de unos medios que no están al alcance de cualquiera.
A la ministra Mato no le importa que el niño nacido de una lesbiana sea fruto de una violación, eso no, sería voluntad de dios, ni que se conciba con el semen de un amigo que renuncie a reconocer al bebé o que el embarazo se consiga pagando a un "donante", una especie de semental de usar y tirar, con el trauma que puede suponer para quien ha hecho de la homosexualidad su opción.
Todos sabemos que, para muchas mujeres de esta y de otras generaciones, es acceso a la maternidad  ha sido igual de penosos, incluso con sus maridos, pero no por eso han de imponer sus reglas al resto de mujeres. Han sido muchos años de tener a su dios metido en nuestras camas y creo que ya va siendo hora de despejarlas para que sólo queden en ellas el amor o el placer deseado y consentido.
 
 
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