domingo, 7 de julio de 2013

ORGULLOSO

 

Algún día, los españoles nos sentiremos orgullosos de que ese malísimo gestor que fue José Luis Rodríguez Zapatero, con encuestas o sin ellas, diese el paso trascendental de hacer de España el primer país en legalizar el matrimonio, sacándonos del pozo de machismo e intolerancia en el que aparentemente estábamos, para dejarnos avanzar por la senda de los países más avanzados socialmente del mundo. Nos falta perspectiva aun para tomar conciencia de ello, pero, en pocas generaciones, llegará el día en que lo hagamos.

Que las calles de Madrid fuesen ayer el escenario, ya habitual, de la marcha, tan reivindicativa como festiva, de cerca de un millón de personas y lo fuese con alegría y tranquilidad es, meditémoslo, para sentirse muy orgulloso. Que un barrio de Madrid rompa con la costumbre de asociar sus fiestas al santoral, para hacerlas coincidir con la semana en que se conmemora la revuelta de los homosexuales neoyorkinos, que, en 1969, cansados de humillaciones y de tener que esconder su orientación sexual tomaron las calles del barrio de Stonewall, no deja de ser otro orgullo.

La calle cura muchas cosas y los colectivos homosexuales de todo el mundo, especialmente los españoles, lo entendieron a la perfección, entendieron que esconderse de la luz, de sus vecinos, les hacía más débiles y, sobre todo, que "normalizar" la convivencia era la mejor medicina contra la intolerancia. Por eso, el barrio de Checa se convirtió en su escaparate. Un ligar de tolerancia y fiesta, en el centro de Madrid que los homosexuales salvaron del mayor de los deterioros. 

Pero, con ser todo esto importante, lo más trascendente, quizás es el hecho de que hace ya mucho que en España, salvo excepciones, ser homosexual en España o tener un hijo que lo sea ya no es, como no hace tanto tiempo, una desgracia. Y eso, pese a que, como digo, la sociedad, la calle, había practicado la tolerancia hacia ellos que la opinión dirigida y el sistema les negaban. Aún recuerdo como, en el barrio en el que aún vivo, concretamente en el mercado que hay frente a mi casa, estaba Antonio "el platanero" un homosexual que regentaba una pequeña frutería especializada en aquellos plátanos de Canarias, tan difíciles de encontrar hoy. A aquel Antonio, lo adoraban las parroquianas. Les hablaba de su casa, sus cortinas, su vajilla, les daba sus recetas y, que yo sepa, salvo alguna de esas bromas, siempre a distancia, que los machistas, pobrecillos, se creen obligados a hacer, nunca hubo el menor incidente. Que yo sepa, fue feliz y tuvo pareja conocida.

Ese ha sido el problema. En España, pero también en la dulce Francia, como hemos visto no hace tanto, la derecha intolerante y, a veces, la no menos intolerante izquierda se han encargado de levantar con leyes y presuntas costumbres esos muros impenetrables con los que pretenden impedir, no ya que entremos o salgamos, sino que, incluso, veamos lo que hay al otro lado y, a veces, lo que hay dentro de nosotros mismos.

Contra eso es con lo que hay que luchar, contra la ceguera que no nos deja saber cómo somos en realidad. Por eso el día del orgullo ha estado dedicad este año a los jóvenes que sufren por no poder liberar su condición social. La cosa, desde luego no va bien, porque la Iglesia se ha salido con la suya y, con la proscripción de la asignatura que les hablaba de ello, a nuestros hijos se les ha privado de la oportunidad de conocerse.

Recuerdo que, cuando era joven, me planteaba, al igual que los padres, blancos y negros de "Adivina quién viene esta noche" si un hijo mío, que entonces no tenía, podría ser feliz. Hoy ya no me lo planteo. Hoy lucharía para que lo fuese bajo una piel blanca, negra o canela y tuviese la orientación sexual que tuviese libre y responsablemente.

Tenemos mucho que aprender de esta lucha, porque nos ha demostrado que, si realmente se pelea por ello, cualquier marginación o prejuicio acaba por caer antes o después. De momento, yo estoy orgulloso de ellos y, en asuntos como éste, del país en el que vivo.
 

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