Algún día, los españoles nos sentiremos orgullosos de que
ese malísimo gestor que fue José Luis Rodríguez Zapatero, con encuestas o sin
ellas, diese el paso trascendental de hacer de España el primer país en
legalizar el matrimonio, sacándonos del pozo de machismo e intolerancia en
el que aparentemente estábamos, para dejarnos avanzar por la senda de los
países más avanzados socialmente del mundo. Nos falta perspectiva aun para
tomar conciencia de ello, pero, en pocas generaciones, llegará el día en que lo
hagamos.
Que las calles de Madrid fuesen ayer el escenario, ya
habitual, de la marcha, tan reivindicativa como festiva, de cerca de un millón
de personas y lo fuese con alegría y tranquilidad es, meditémoslo, para
sentirse muy orgulloso. Que un barrio de Madrid rompa con la costumbre de
asociar sus fiestas al santoral, para hacerlas coincidir con la semana en que
se conmemora la revuelta de los homosexuales neoyorkinos, que,
en 1969, cansados de humillaciones y de tener que esconder su orientación
sexual tomaron las calles del barrio de Stonewall, no deja de ser otro orgullo.
La calle cura muchas cosas y los colectivos homosexuales de
todo el mundo, especialmente los españoles, lo entendieron a la perfección,
entendieron que esconderse de la luz, de sus vecinos, les hacía más débiles y,
sobre todo, que "normalizar" la convivencia era la mejor
medicina contra la intolerancia. Por eso, el barrio de Checa se convirtió
en su escaparate. Un ligar de tolerancia y fiesta, en el centro de Madrid que
los homosexuales salvaron del mayor de los deterioros.
Pero, con ser todo esto importante, lo más trascendente,
quizás es el hecho de que hace ya mucho que en España, salvo excepciones, ser
homosexual en España o tener un hijo que lo sea ya no es, como no hace tanto
tiempo, una desgracia. Y eso, pese a que, como digo, la sociedad, la
calle, había practicado la tolerancia hacia ellos que la opinión
dirigida y el sistema les negaban. Aún recuerdo como, en el barrio en el que
aún vivo, concretamente en el mercado que hay frente a mi casa, estaba Antonio
"el platanero" un homosexual que regentaba una pequeña frutería
especializada en aquellos plátanos de Canarias, tan difíciles de encontrar hoy.
A aquel Antonio, lo adoraban las parroquianas. Les hablaba de su casa, sus
cortinas, su vajilla, les daba sus recetas y, que yo sepa, salvo alguna de esas
bromas, siempre a distancia, que los machistas, pobrecillos, se creen
obligados a hacer, nunca hubo el menor incidente. Que yo sepa, fue feliz y tuvo
pareja conocida.
Ese ha sido el problema. En España, pero también en la dulce
Francia, como hemos visto no hace tanto, la derecha intolerante y, a veces, la
no menos intolerante izquierda se han encargado de levantar con leyes y
presuntas costumbres esos muros impenetrables con los que pretenden impedir,
no ya que entremos o salgamos, sino que, incluso, veamos lo que hay al otro
lado y, a veces, lo que hay dentro de nosotros mismos.
Contra eso es con lo que hay que luchar, contra la ceguera
que no nos deja saber cómo somos en realidad. Por eso el día del orgullo ha
estado dedicad este año a los jóvenes que sufren por no poder liberar su
condición social. La cosa, desde luego no va bien, porque la Iglesia se ha
salido con la suya y, con la proscripción de la asignatura que les hablaba de
ello, a nuestros hijos se les ha privado de la oportunidad de conocerse.
Recuerdo que, cuando era joven, me planteaba, al igual que
los padres, blancos y negros de "Adivina quién viene esta noche" si
un hijo mío, que entonces no tenía, podría ser feliz. Hoy ya no me lo planteo.
Hoy lucharía para que lo fuese bajo una piel blanca, negra o canela y tuviese
la orientación sexual que tuviese libre y responsablemente.
Tenemos mucho que aprender de esta lucha, porque nos ha
demostrado que, si realmente se pelea por ello, cualquier marginación o prejuicio
acaba por caer antes o después. De momento, yo estoy orgulloso de ellos y, en asuntos como éste, del país en el que vivo.
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