La recuerdo como una de esas verdades, lógicas, de
cajón, incontestables, que aprendemos desde que somos niños: "no se
puede ser juez y parte", quizá porque, como reza otra de esas verdades,
"el que parte y reparte se queda con la mejor parte". La cosa es tan
evidente que, hasta en el deporte, cuando se enfrentan dos equipos de distintas
ciudades, se designa un árbitro colegiado en una tercera región para que
no haya la más mínima duda sobre su imparcialidad. Pese a todo, no deja de
haber arbitrajes más o menos dudosos y los árbitros no dejan de
evidenciar simpatías o antipatías hacia determinados "colores",
pero lo que nunca se ha visto o al menos no lo recuerdo es que un árbitro tome
decisiones en un partido en el que uno de los equipos enfrentados lo tuviese
entre sus socios.
Y qué decir si llegase a saberse que ese arbitro ha estado
enseñando triquiñuelas a los jugadores de "su" equipo,
entrenándoles para "taparse" a la hora de cometer infracciones o
perfeccionando sus habilidades para fingir agresiones de los contrarios. No cabe
duda de que correrían ríos de tinta y dicho árbitro quedaría inhabilitado para
los restos, porque cualquier decisión que tomase en adelante estaría marcada
por la sospecha, plenamente justificada, de parcialidad.
Siendo así en algo como el fútbol que, aunque negocio, nos
esforzamos en hacer ver que es un juego honesto, dotado de reglas y
controles que garantiza su limpieza, cómo es posible que, al
frente del Constitucional, el último bastión en las garantías que han de
tener las leyes y los ciudadanos, se halle un militante de carné de un
partido, en este caso el que gobierna, que ha tomado parte como asesor en la
elaboración de leyes aprobadas por ese partido y que, siempre que lo ha creído
conveniente, y han sido muchas las veces, ha dejado ver, en conferencias
y escritos, sus opiniones perfectamente ajustadas a la doctrina de ese
partido, lo que le dejaría fuera de cualquier deliberación que tuviese
algo que ver con sus opiniones o las de ese gobierno que tanto empeño puso
en llevarle a presidir tribunal.
Eso, en cuanto a la clara personalidad política de Francisco
Pérez de los Cobos, presidente del Tribunal constitucional, con militancia
probada, registrada en los libros de contabilidad del PP y asumida por él
mismo, como, ante las evidencias, no podía ser de otro modo. Pero qué decir de
todos los controles, todas las balizas, que deberían haber detectado tamaña
irregularidad en un magistrado, al que, por si fuera poco, se elevó a la
presidencia del tribunal y no emitieron la más mínima señal, el más mínimo
asomo de sospecha.
Durante unos años me ocupé de la información de tribunales y
creo conocer el peculiar modo de ser de jueces y magistrados y sé que unos lo
saben prácticamente todo de los otros, desde el whisky que prefieren a
los periódicos que leen o el cine que les gusta. Cómo no van a saber,
entonces, de la indisimulada militancia de Pérez de los Cobos en el PP.
Cómo consintieron en que fuese nombrado para el cargo. Sólo encuentro una
explicación para ello: que los nombramientos en el Tribunal que, como ya
he dicho, ha de ser el último recurso para que los ciudadanos
vean defendidos sus derechos, sean el resultado de un miserable intercambio de
cromos, en el que lo que menos importa es quién es el propuesto y, lo que más,
quién lo propone.
En el caso de Pérez de los Cobos, se ha dado la
"desgracia" de que su militancia se ha convertido en inocultable y
les ha dejado a todos en evidencia, también a la oposición socialista que ahora
se esfuerza en pedir su dimisión, pero es evidente que los controles
parlamentarios a que se sometió el magistrado para su nombramiento como
presidente del tribunal fueron tan inútiles como esas carísimas balizas del
ferrocarril que, a la postre, no cumplen con su función, porque están
desconectadas.
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