Me asomo al blog de un amigo argentino de visita en España,
con el que ayer tuve el placer de compartir comida y sobremesa, y me doy de
bruces con una polémica reflejada en el blog de otro amigo y que no es otra que
la de el modo en que se ha tratado la información, fundamentalmente en
imágenes, pero no sólo a través de ellas, de la tragedia del descarrilamiento
del tren Alvia cerca de Santiago de Compostela.
Mi amigo defiende la necesidad de mostrar los cadáveres en
toda su crudeza, porque forman parte de la realidad que se quiere contar y yo
no puedo estar más en contra de ese criterio. Traté de explicarlo hace dos días
en este mismo, pero me temo que fui demasiado sutil, porque tengo tendencia al
pudor -lo que resulta mal asunto para quien se ha dedicado y se dedica a esto-
y no quise ser tan explícito como debía haberlo sido.
Dice mi amigo, curándose en salud, que, sin necesidad de
acudir a las dantescas imágenes del campo de exterminio de Auschwitz, las
crudas imágenes de la guerra civil americana o las de Phan Thị Kim
Phúc, la niña vietnamita abrasada por el napalm lanzado por los mismos que
rescataron a quienes tuvieron la fortuna, quién sabe, de sobrevivir
al horror de Auschwitz, cuentan la realidad, supongo que como primer paso para
modificarlas. Y no puedo estar más de acuerdo. Incluso con las terribles
imágenes de los campos nazis, alguna de las cuales llevan la firma del propio
Alfred Hitchcock.
Esas imágenes explican el horror de la guerra, de las
guerras, y la barbarie calculada y científica, la deshumanización del
horror nazi y, no sólo es bueno que se filmasen, sino que conviene difundirlas
cada cierto tiempo para que las conozcan todas las generaciones.
Pero el caso de la tragedia de Angrois es distinto, lo es el
de todas y cada una de las víctimas de todos y cada uno de los
accidentes, y os explico por qué.
Hace treinta y dos años tuve que ver en las páginas de la
prensa, probablemente en las de EL PAÍS, porque era el periódico que leía, una
foto que pudo haber firmado un amigo -yo, en aquella época, tenía muchos amigos
fotógrafos, de los que aún conservo alguno- en la que se mostraba el momento en
el que se sacaba a través de la ventana del vagón de in tren
accidentado la camilla que transportaba un cadáver cubierto por una
manta o una sábana, no recuerdo bien, de la que asomaba una pierna, con el pie
cubierto solo por el calcetín, que reconocí inmediatamente, porque eran la
pierna y el pie de mi hermano Miguel, fallecido junto a su amiga Miriam y
varios empleados de Renfe, en aquel maldito choque de trenes.
A mi amigo le digo que la crudeza de aquella imagen que
periódicamente me viene a la memoria y que, he de reconocerlo, no era
excesivamente explícita, aunque bastase para reconocer al ser querido,
resultó completamente gratuita, porque no aportaba nada a la explicación
de lo que había sucedido y mucho menos a evitar que volviese a suceder, pero a
mí me dejó un recuerdo que quizá no hubiese querido tener.
Se que “venden” menos, pero aportan más al conocimiento de lo sucedido las imágenes aéreas y
a distancia del estado en que quedó el tren derrotado sobre la vía. Y, querido amigo, creo que nuestro papel como periodistas con conciencia es el de tratar de explicar la realidad para mejorarla.
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1 comentario:
Una reflexión muy justa. La distinción que haces sobre imágenes que deben mostrarse como condena, denuncia y prueba de lo que el ser humano es capaz de llegar a perpetrar con otros y lo gratuito de esas otras de personas que han sufrido una desgracia tan horrible como ésta es muy pertinente. Las primeras son una denuncia y un homenaje; las segundas, una invasión en la privacidad y en el dolor de otros.
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