EL PAÍS
Hacía tiempo que no veía las calles de Madrid como las vi
ayer, repletas de gente serena y consciente de que todo lo malo que está
pasando no es inevitable. Hacía tiempo que no veía en ellas a gente tan dispar
unida contra algo descaradamente injusto. Pero, sobre todo, hacía tiempo que no
veía a tantos jóvenes -y eso que el Gobierno dice que hace lo que hace para
ellos- en una manifestación convocada por los sindicatos. Es más, bastantes de
esos jóvenes participaron en más de una y lo hicieron porque parece que, por
fin, han caído en la cuenta de que lo más importante en estos tiempos tan duros
es sumar.
Daba gloria, que diría mi abuela, ver que, pasada más de una
hora de la convocatoria, el Paseo del Prado seguía siendo un río de gente que,
pese a ser consciente, de que nunca iba a llegar a la Puerta del Sol, seguía apretándose
contra quienes estaban en la cola de la manifestación, porque eran conscientes
de que tenían que "salir en la foto".
Y eso que el Gobierno llegó hasta el esperpento, tratando de
prohibir que la marcha acabase en Sol, convertida en símbolo de rebeldía y
conocida ya en medio mundo. Los jueces, esta vez sí, le quitaron la razón y se
la quitaron a tiempo, permitiendo la foto que ayer dio la vuelta al mundo.
El Gobierno que, aparente lo que aparente y aún maquillando escandalosamente
los datos, a veces con el ridículo encendido del alumbrado público, para que
"corriese el contador", tiene que saber que la imagen del mapa azul y
no será posible y tiene que ir haciéndose a la idea de que cada vez será más
rojo.
Hasta el pasado domingo, los ciudadanos se estaban
comportando como el boxeador que, arrinconado, recibe una cascada de golpes del
contrario, consciente del castigo, pero incapaz de defenderse de él, hasta que
un golpe certero en la mandíbula de cristal del sobrado de Javier Arenas le ha
permitido recuperar el aliento y ver claramente que puede dar la vuelta al
combate.
El Gobierno, que nos ha entregado en sacrificio al
neoliberalismo económico de los mercados, puede, y sin duda lo intenta,
ocultarnos la verdad de las cifras. Y, del mismo modo que se permite negar el
éxito de la huelga y, con la colaboración de algunos medios -EL PAÍS entre
ellos- atenuar con titulares tan estúpidos y ambiguos como el que el diario
madrileño daba en su edición digital a las siete y media de la tarde, hablando
de "decenas de miles de manifestantes" para, luego, tener que
cambiarlo por "cientos de miles", para no hacer el ridículo ante sus
lectores que, en su gran mayoría, estaban siendo testigos presenciales de la
verdad. Lo que no puede hacer el gobierno es tratar de tapar, con diez mil
contratos de emprendedores, los 650.000 despidos que ellos mismos calculan la
reforma laboral va a permitir hacer a empresarios sin escrúpulos. Tampoco puede
influir, al menos como quisiera, sobre la opinión pública del exterior que,
desde Nueva York a Pekín, sabe desde ayer que los españoles no son muertos
vivientes.
Que se lo piense bien el Gobierno, porque, pese a la prensa
de dosieres, pese a la coacción de la patronal, pese al abuso de la propaganda
institucional, pesa a la presencia policial en las calles, pese al miedo y la
injusticia, hay un momento, cada cuatro años, en el que todos los ciudadanos,
armados de sobres y papeletas, ante las urnas, somos todos iguales.
En tan poco tiempo, han hecho tanto daño y a tanta gente que
su escupitajo ya les está cayendo en la cara. Tienen que cambiar porque, que no
lo duden ni un momento, si no cambian, habrá que cambiarles.
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2 comentarios:
Un gusto leerte!!!
Y por descontado, lo comparto.
Gracias, Javier.
Totalmente de acuerdo, si no cambian, habrá que cambiarles, porque aún a riesgo de llevar la contraria a la ministra de trabajo, la soberanía nacional... reside en el pueblo español.
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