La enfermedad, cualquiera, tiene algo de secreto y privado.
Algo, una especie de pudor, que, sin ser disimulo, te empuja a la discreción,
de modo que, a veces, sólo nosotros mismos sabemos de sus limitaciones.
El que, como yo, apenas ve se las ingenia para moverse como
si viese o como si, al menos, la cosa no fuese para tanto. Pero lo cierto es
que demasiado a menudo bajar unas escaleras, las del Metro, por ejemplo, se convierte
en toda una aventura. Eso, por no hablar de la infinidad de trampas que
encierran las aceras de una gran ciudad como Madrid.
Quien lo tiene fácil para leer un periódico o un libro no
sabe lo que se puede llegar a echar de menos algo tan sencillo y cotidiano y
cómo tiene uno que ingeniárselas para poder hacerlo. Tampoco puede imaginarse
cómo, los que sólo podemos leer libros electrónicos y en tipos que, por descomunales,
podrían parecer ridículos, maldecimos a los editores que nos niegan sus
tesoros, como un avaro esconde los suyos. Alguien debería hacer algo para que quienes
tenemos esta limitación y no gustamos de intermediarios en la lectura, aunque,
a veces, descubrir el poema de un amigo en los labios generosos de alguien a
quien quieres resulte un doble placer inolvidable.
Sin embargo la enfermedad oculta muchas más trampas. La enfermedad
gusta, por ejemplo, de dar sorpresas inesperadas, inesperadas e inoportunas,
que frustran planes y deseos. También es amiga de hacerte prisionero en
determinados días y a determinadas horas y esclavo de unos rituales y una
liturgia que debes aprender y respetar, porque aquí sí que se paga el pecado de
faltar a la misa diaria de la medicaciónni, mucho menos, a las fiestas de guardar de las
consultas.
Pero la enfermedad tiene algo aún más duro, algo que se
sufre en la intimidad, cuando, por ejemplo, en una de esas mortales tardes de
domingo que, como dice Ramón Eder, forjan el carácter, a uno le da por hurgar
en los álbumes de fotos y se descubre en sitios increíbles a los que quizá ya
no volverá o, si lo hace, tendrá que hacerlo acompañado por alguien que, sin
ese recuerdo, quizá acuda, no con pasión, sino por obligación o, en el mejor de
los casos, por cariño.
Es entonces cuando se enfrenta a las cadenas que le atan. Ya
no es libre de agotar la cinta de asfalto de una carretera, hasta llegar al mar, de trepar a un
risco o de asomarse al borde de un acantilado. Y, entonces, se da cuenta de que, para ser
feliz, quizá tenga que hipotecar la vida de otro y, eso, acabará quizá robándole esa
felicidad antes de alcanzarla.
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2 comentarios:
Queridísimo javier....
Siempre te quedará tu enfermera favorita...Un abrazo.Olga
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