Erase una vez un país al que, de repente, comenzaron a apretarle
las costuras del, hasta entonces, cómo do traje que vestía. Y no era porque el
país hubiera engordado más de lo debido. Tampoco porque el traje hubiese
encogido por el uso. Simplemente, a quienes cada día tenían que decidir qué
ponerse ese traje amplio, sin entalladuras ni estrecheces, ya no le parecía
suficientemente a la moda.
Habrá que recortar de la cintura, habrá que cogerle pinzas
al pantalón, habrá que estrechar la chaqueta, recoger las hombreras, decía el
sastre. Y, mientras, los hombros, la cintura, los brazos y los muslos, que
durante tanto tiempo habían dado vida al cuerpo que se ponía el traje,
comenzaron a preocuparse porque no iban a caber dentro de él y porque, con la reforma,
perderían libertad de movimientos.
El traje que llevaba ese país, y que, afortunadamente,
todavía lleva, cumple más de una función
y una de las más importantes es la de dar cobertura, proteger y abrigar a la
totalidad del cuerpo. Tanto a esos hombros de los que nos sentimos orgullosos,
como a ese michelín que cada día nos pesa más. Meter las tijeras y reformar
puede ser una solución, pero con cuidado, porque, si esas tijeras alcanzan a la piel que hay bajo el
traje o a la carne que cubre y la hieren,
habrá sangre y la sangre arruinará el traje.. Y no tenemos otro. Aunque, pensándolo bien, quizá haya alguien intersesado en sacar partido a las piezas más apetitosas del traje.
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