De todos es conocida la irresistible tendencia de los
dictadores a hacerse enterrar en templos. Iglesias, basílicas y catedrales en
el caso de quienes oprimen a sus pueblos en el nombre de dios o en templos del
pueblo o de la república, como en el caso de Lenin o Bonaparte. Es como si
quisieran, incluso después de muertos, continuar estando por encima de sus
víctimas o de quienes, de buen grado o por miedo, les sostuvieron, como si
quisieran estar más cerca de dios o del paraíso sea cual sea aquel en que creyeron.
En el caso de España, el enterramiento del dictador, frente
al altar mayor de la basílica del llamado Valle de los Caídos, es una terrible
afrenta a la memoria de un país que, habiéndole olvidado, aún recuerda sus
fechorías y, en muchos casos, sufre las consecuencias de las barbaridades
cometidas en casi cuatro décadas de dictadura, consecuencias evidentes, unas, tan
invisibles como indelebles, otras. Una afrenta a los miles de familias de
quienes, sin el permiso ni el conocimiento de sus deudos fueron arrancados, a
veces de noche, de las fosas o las cunetas en que fueron ejecutados para
rellenar con sus restos las criptas de ese templo excavado con dolor en la roca
de la sierra madrileña, como el que coloca sin orden ni concierto libros
robados en los estantes de una biblioteca que sólo va a servir para ser
mostrada con ostentación.
La basílica con su enorme cruz, erigidas en el hermoso valle
de Cuelgamuros, son un monumento al odio y el dolor, un lugar, se dijo, en el
que se quería honrar la memoria de las víctimas de uno y otro bando, pero que,
ya desde su construcción, que se llevó a cabo con el sudor y la sangre de miles
de presos, se convirtió en eso: una afrenta para los vencidos, que se vieron
obligados a salir fuera de España, a veces de guerra en guerra o a vivir en
silencio el exilio interior, después de haber perdido, si no la vida, si la
hacienda, el empleo, la carrera e, incluso, la familia.
Si todo acaba como debe, en un mes los restos del dictador
saldrán del recinto en el que llevan más o menos los mismos años que lleve
España en, mejor o peor, democracia y alguno más de los que este país vivió
bajo su dictadura. Será una señal, la prueba de que España y los españoles se
han hecho ya mayores y responsables, la prueba de que este país y quienes los
habitan ya no necesitan tutelajes, manos firmes ni miedo para conducirse. Si
todo va como debe, se pasará una página, quizá la página más trascendente, de
la reciente historia de España.
Con ese gesto, se pondrá fin al espeso silencio, a la aparente
inviolabilidad, que parece rodear a todo lo que tenga que ver con Franco y su
dictadura. Con ese gesto estará mucho más cerca la hasta ahora imposible
condena del Parlamento a aquel régimen, se disiparán los miedos de unos y de
otros y será posible hablar de lo que pasó, de lo que hicieron los abuelos de
unos y otros, que podrán pedir perdón en su nombre. Con este gesto, quizá se
lleve hasta sus últimas consecuencias la incumplida Ley de la Memoria Histórica
y, después de enfrentarnos al pasado, abriendo las viejas heridas para que de
ese modo supuren, sanen y dejen de doler.
Ojalé llegue por fin ese momento que ya está tardando.
3 comentarios:
Mas vale tarde que nunca. Ojalá sea pronto.
Muy interesante ...
Saludos
Mark de Zabaleta
Deberian sacarlo de ahí, se lo desean muchos que sufrieron por su culpa. Un abrazo.
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