Cuesta creer que hace apenas una semana era Mariano Rajoy
quien ocupaba la Moncloa, más aún que un gobierno sustentado en apoyos tan
precarios como el del nuevo inquilino, Pedro Sánchez iba a despertar tanta
ilusión y tantas esperanzas. Es más, cuesta creer que nosotros, los españoles
que no hace tanto decíamos preferir al PP o a Ciudadanos en las encuestas, de
la noche a la mañana, damos nuestro apoyo a Pedro Sánchez y su partido, por
encima del partido que ya nunca será de Rajoy o el del desvanecido Albert
Rivera.
La única explicación que soy capaz de darme es la de que
España y los españoles sobrevivíamos en un coma profundo, aislados de la
realidad, alimentados artificialmente por la sonda de los telediarios con los
argumentarios salidos de la calle Génova, cansinamente aderezados por el
discurso mentiroso y prefabricado de Ciudadanos. Un coma en el que hemos
sobrevivido mecánicamente, mientras se iba deteriorando e iba perdiendo reflejos
el tejido que conforma nuestra sociedad.
Ha bastado un fogonazo de ilusión para que esos reflejos
ausentes hasta ahora en nosotros comiencen a manifestarse poco a poco devolviéndonos
a la realidad del mundo de los vivos de la que hasta ahora parecíamos ajenos.
Tanto es así que me atrevería a decir que, a las calles, al menos las calles
por las que yo me muevo, se le ha pintado otra vez la sonrisa. Ha bastado con
tener un gobierno que, por fin, parece sacado de los deseos y las necesidades
de la gente corriente.
De todos modos y hasta cierto punto es lógico, los agoreros
profesionales, los de a tanto la pieza, no se han dado u descanso este fin de
semana para buscar lo que creen defectos de todos y cada una y cada uno de los
ministros y ministras de Sánchez, especialmente los de estas últimas, para, con
ellos, pintar el retrato grotesco y amenazante, con el que pretenden atemorizar
a los suyos y amargarnos la fiesta a los demás. Sin embargo y por más que lo
intenten, conmigo lo van a tener difícil, porque soy de los que desconfían de
lo impecable, como recién salido de la tintorería, y prefiero las arrugas que
marcan en el rostro y en las ropas el mapa de lo vivido.
Hay quien me advierte de que estoy demasiado ilusionado, de
que no le encuentro faltas al gobierno, y quizá tenga razón, pero esas faltas
prefiero encontrarlas yo mismo en lo que hagan, antes que asumir sin más lo que
algunos dicen que han hecho. Este fin de semana he tenido la suerte de
encontrarme, por ejemplo, con todo el sentido común y la fuerza de la ministra
de Trabajo, Magdalena Valerio, envueltos en ese su acento extremeño que
refuerza la veracidad de lo que dice. También he visto al ministro de Cultura y
Deporte, Màxim Huerta, topándose de narices con la "gloria" de un ministerio
más protocolario que otra cosa, en el que raro será el día en que no se vea
obligado a entregar premios, aplaudir a deportistas, inaugurar exposiciones y
asistir a estrenos, una actividad para la que vienen mejor, sin duda, los
cuarenta y tantos años y las tablas de Huerta que las horas y horas de
biblioteca y escritorio que algunos le reclaman.
También, cómo no, he escuchado con satisfacción a la
ministra Batet, hablar de la necesaria reforma de la Constitución, descolocando
una vez más, a los independentistas y su discurso, o, esta misma mañana, a la
ministra de Defensa acompañarla en el mensaje. Todo un alivio comprobar, por
primera vez en años, que desde el gobierno de la nación se abandona la política
del palo, para compartir las zanahorias en la mesa del conflicto.
Ahora, sólo hace falta lo que en este país y especialmente
en el viejo PSOE he echado de menos, la pedagogía imprescindible para conseguir
que se entienda que hay que arriesgar para ganar, tener el valor de descolgarse
del discurso fácil y seguidista del PP, para explicar que juntos y distintos
somos mucho más que unidos, pero enfrentados, por la fuerza. Sería para mí un
alivio que así fuese.
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