Hoy me siento, supongo que, como millones de españolas y
españoles, objeto de una burla legal, la burla reiterada de un tribunal que
acaba de poner en libertad a cinco energúmenos autores de una salvaje violación
que ese mismo tribunal no reconoce sino como simples abusos a una joven en los
sanfermines de hace dos años. La verdad, nunca pensé que esto iba a ocurrir,
entre otras cosas por el hecho de que ese mismo tribunal había negado varias
veces la libertad que ahora, con la perspectiva de una condena de nueva años
que podría aumentar si el supremos atiende los argumentos de la fiscalía, la
acusación de la víctima y las de otras entidades públicas de Navarra, algo
insólito, porque, yo mismo lo haría, la tentación de poner tierra de por medio
para no volver a prisión es demasiado grande, para quienes han dado ya pruebas
de moverse a las mil maravillas en el límite de lo legal.
El tribunal, mejor dicho, los dos miembros del tribunal que,
en esta ocasión sí, han accedido a la demanda de los defensores de los cinco
condenados, el presidente se opuso, ha sido absolutamente contradictorio en sus
argumentos, hasta el punto de esgrimir la alarma social y la popularidad que en
negativo han alcanzado los "machotes" en cuestión, como argumento que
garantiza la no reiteración de los condenados en sus delitos. Curioso argumento
éste, que, de ser cierta su existencia, dejaría en libertad al "hombre del
saco" o a cualquiera de los sacamantecas de leyenda que habitan el
imaginario popular, por ser de sobra conocidos.
Siempre he pensado que los jueces tienen, para bien y para
mal, la soberbia de creerse un terminal del Estado, esa es su grandeza, una
grandeza que, sin embargo, en ocasiones les lleva a alejarse de lo que siente y
padece la calle, olvidando que la calle se equivoca menos que los individuos
que la integran y que, en esta ocasión, la calle ha dado sonadas muestras de
que la calle quería y quiere que los cinco condenados esperen en prisión, no a
que el Supremo les ponga en libertad, algo impensable, o eleve a veintidós
sus años de condena, si toma en consideración la calificación de agresión
demandada por las acusaciones y la fiscalía.
Ese aislamiento, que nace como un mecanismo de defensa, se
convierte en grave patología cuando, ensoberbecidos, algunos jueces se oponen a
lo que la calle pide, contradiciendo, incluso, anteriores decisiones, como
queriendo remarcar que son ellos los que deciden. Quienes defienden a estos
jueces dicen que el juez no debe dejarse llevar por los sentimientos. Yo creo
que se equivocan, que es la ley la que requiere la ausencia de sentimientos,
pero no los jueces, que deberían aplicarla desde la razón y la experiencia que
nace de los sentimientos.
Dice Eduardo Mendoza, genial escritor y abogado, que todo
escritor debería leer al menos una vez al año el Código Penal y el Código
Civil, porque en ellos está la vida entera, aunque sin el más mínimo atisbo de
sentimientos, que debe añadir el autor o, añado yo, en este caso el juez. En el
caso que nos ocupa, me temo, los dos magistrados, hombre y mujer, que, a
sabiendas de que a los acusados se les pide ante el Supremo una pena que dobla
de sobras la que ya tienen, han buscado en la ley que tan bien conocen, los
argumentos que en una lectura al pie de la letra justifiquen su decisión tomada
de antemano de ponerles en libertad, olvidando la pana que la víctima
arrastrará sin juicio toda su vida simplemente por querer divertirse sin miedo
en los sanfermines hace dos años.
Argumentan los jueces que han dado su visto bueno a la
libertad provisional que la imagen de los condenados es suficientemente
conocida como para impedir su huida o la reiteración en su delito, supongo que
querrán decir que pocas o ninguna mujer se pondrán en su camino. Yo me permito
decir que el rostro del juez Ricardo Javier González, el del cuasi pornográfico
voto particular a la sentencia, también es, no sólo conocido, sino
pintorescamente peculiar, pero que, en caso de caer en su tribunal no tendría
escapatoria.
Y dicho todo esto, lo que importa es que los cinco de la
manada, condenados benévolamente a nueve años de prisión por unos hechos
suficientemente probados y a la espera de que la sentencia se revise y se eleve
considerablemente la condena, están en libertad, bajo una ridícula fianza de
seis mil euros y pueden llegar a creerse, con su abogado a la cabeza, que lo suyo, la salvaje agresión a su víctima, no fue delito.
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