Quién no ha escuchado alguna vez aquello de que la espada
hay que blandirla con razón y envainarla con honra, algo que el ya ex ministro
de Justicia. Alberto Ruiz Gallardón, no debía haber oído nunca y, si alguna vez
lo oyó, desde luego no lo escuchó. Porque en su loca cruzada de guerrero del
antifaz con cartera de ministro, sacó la espada divina y justiciera de su ley
del aborto, mejor dicho, de la ley del aborto que, en propias palabras, le
encargó su partido, una ley hecha, ha quedado claro, contra la libertad de las
mujeres que sacó en medio de la mayor de las sinrazones y que ahora ha tenido
que devolver al cajón del que nunca debió salir, con la peor de las deshonras y
envuelta en su calculada carrera política.
Debo decir que Gallardón no me cae bien. Es más, me
revientan su amaneramiento, su cordialidad falsa y calculada, su tono de niño
repipi y bueno y, sobre todo, el despotismo que esconde y desata cuando se
apagan los focos y se cierran las puertas de los despachos. Me revientan tanto,
que lo único que me movería a la compasión hacia él sería corroborar mi sospecha
de que su salud mental no es buena y que sus más o menos conocidas manías
esconden algo oscuro y preocupante.
Y dicho esto, no hay que dejarse embaucar ni recrearse en la
pieza cobrada en la cabeza de Gallardón, porque la reforma de la ley, en la que
el ministro dimisionario hubiese querido dejar su nombre, la puso en marcha
Rajoy como peaje obligado a la Conferencia Episcopal y los sectores más
montaraces de la sociedad que pusieron en marcha su enorme maquinaria, pagada,
por cierto, con los impuestos de todos, al servicio del entonces primer partido
de la oposición para el que trabajaron, domingo tras domingo, manifestación
tras manifestación, en el desgaste del gobierno Zapatero.
Hay que tenerlo claro. Gallardón cumplió ese encargo con
entusiasmo porque, por un lado, al menos él lo creía, se convertiría en paladín
de Rajoy y, por otro, daba cariño a la derecha ultramontana de su partido a la
que había tenido muy abandonada en su afán de embaucar a la prensa más servil y
a no pocos incautos del mundo de la cultura a los que acariciaba entre canapés
en conciertos y festivales.
Pero calculó mal su ambición. Pensó que a esos votos de quienes
le creían progresista y conciliador, gente que llegó a darle su voto para
llevarle primero a la presidencia de la Comunidad de Madrid y luego al
Ayuntamiento de la capital.
Gallardón, ya lo he escrito alguna vez, se construyó una
imagen de prócer y moderno benefactor de los madrileños y lo hizo a costa del
presupuesto presente y futuro de la ciudad de Madrid, a la que embarcó en la
mayor de las deudas, mintiendo y escondiéndola mediante ingeniería financiera,
hasta que la UE y la crisis rompieron el hechizo y el príncipe Gallardón volvió
a ser el sapo derechista y despótico que siempre ha sido.
Entró en el Gobierno, con las miras puestas en lo más alto
del mismo y aceptó con entusiasmo el encargo de Rajoy pensando quizás en no sé
qué glorias, sin asomarse a la ventana para no escuchar el clamor dela sociedad
entera, cegado por el fulgor de su soberbia, pensando en glorias futuras, quizá
en la misma Moncloa, sin darse cuenta de que caminaba directamente al abismo,
al que, finalmente, se vio obligado a arrojarse ayer.
Bien es verdad que Gallardón no quiso caer sólo en las
tinieblas y mientras se lanzaba ayer al vacío fue dejando bombas activadas para
con quien había sido su jefe. Bombas tales como la de subrayar que la ley en la
que había ardido y con la que, de haber sido aprobada, se hubiese condecorada
no era ya tan suya, sino que era obra del Gobierno. También dejo frases
enigmáticas, susceptibles de una segunda lectura, como esa cita a su padre que
le dijo que debía rodearse de los mejores para tratar de superarles, algo que,
pensando en una alusión a Rajoy se convierte en una patada en la espinilla.
Rajoy se ha ido del Gobierno y dice que también de la
política. Pero que nadie se preocupe, porque estoy seguro de que no queda en el
desamparo, porque hizo muchos amigos entre el cemento de su faraónico paso por
el ayuntamiento de Madrid, amigos que no dudarán en devolverle los favores en
simulación de cargo en algún consejo de administración y en diferido. De lo que
estoy también casi seguro es de que no volverá a vestir la toga de fiscal, que
era su profesión cuando entro en política.
De todos modos, la caída de Gallardón o el mal trago que Rajoy
tendrá que pasar en China, no son en modo alguno lo más interesante de lo
ocurrido ayer, Lo fundamental es que las mujeres y quienes queremos y
respetamos a las mujeres hemos ganado una gran batalla en defensa de los
derechos u la libertad de éstas y otra, tan importante o más que ésta, que
consiste en demostrarles y demostrarnos que, juntos, si queremos podemos echar
abajo las injusticias.
Rajoy y Gallardón sacaron la ley sin razón y se han visto
obligados a guardarla en el cajón del olvido sin honor. Y yo me alegro por
todos nosotros.
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