Un viejo amigo, brillante, provocador y temerario como
pocos, en una visita a la Galicia gobernada por Fraga y fiel a su carácter o a
la idea que los amigos teníamos de él, pidió, ni corto ni perezoso, al taxista
que le recogió en la estación su opinión sobre el ex ministro franquista que
presidía la Xunta.
El taxista le contestó sin inmutarse con esta gallegada de
manual "Fraga.., un hijo de puta, fíjese que yo le voto" Pues bien,
esta anécdota tomada sin permiso de mi amigo ilustra a la perfección cómo nos
comportamos los seres humanos, que decimos una cosa, probablemente pensamos
otra y al final, en las urnas, dejamos por escrito otra.
Qué quiero decir con esto. Lo que quiero expresar es que no
todo el mundo exterioriza sus opiniones, que éstas tampoco son inamovibles y
que, al final, lo único válido, más allá de vistosas campañas, de sentimientos
reales, de pros y contras, de ventajas e inconvenientes, lo único que vale es
ese retrato instantáneo y general que resulta de los votos depositados en las
urnas. Y que conste que tengo claro que ese retrato no resiste bien el tiempo y
que, como aquí, en España, las grandes mayorías acaban desvaneciéndose como se
desvanecen por efecto de la luz las imágenes de una fotografía mal fijada.
Ducho esto y un día después de conocerse los resultados del
referendo escocés, hay que concluir que el 18 de septiembre de 2014 los
escoceses y residentes en Escocia con derecho a voto no han querido que Escocia
sea independiente, aunque también han dejado claro que una importante minoría
lo hubiese querido y que, vistos los datos particularizados, ese deseo es más
joven y más de izquierdas o que el nacionalismo se confunde con los deseos de
cambio o que, incluso, los esconde.
Eso es exactamente lo que ocurre en Cataluña, donde el
malestar ciudadano ocasionado por la crisis y el hastío por el despotismo del
gobierno del PP, sumados a la falsa idea, desmentida por los hechos, de que, en
Cataluña, las instituciones y quienes las ocupan son más decentes y responsables
que en el resto de España, han llevado a muchos a buscar en la independencia
una salida a tanto descontento. Un espejismo, basado -ojo- en sentimientos tan
reales como legítimos, convenientemente espoleados por un Artur Mas que, con la
caja bajo mínimos, se ve obligado a gobernar recortando y disgustando a los
ciudadanos y se da cuenta de que, sólo agitando las aspiraciones
independentistas, aguantará la legislatura. Un espejismo que se ha solapado con
un Zapatero en el despeñadero de su decadencia y con un PP crecido y dispuesto
a encastillarse frente a todas esas aspiraciones, la mayor parte de ellas
materiales y perfectamente mejorables, a sabiendas de que en sus feudos del
resto el otro mito, el de la unidad de España, produce una enorme renta en votos.
Y frente a todo esto, un PSOE que ha renunciado una y otra
vez a hacer pedagogía de los principios que le dieron grandeza y prefiere
recurrir al marketing, limando en éste y en otros asuntos como el de la
fiscalidad, las aristas que le diferencian del PP, hasta el punto de desdibujar
tanto su perfil como para hacerlo irreconocible por sus votantes.
Ese es el gran problema, no sé si de todas las democracias,
pero sí al menos el de España, que no se deja pensar a los ciudadanos, a
los votantes, a los que se coloca mensajes simplistas y muchas
veces irreales que, éstos, repiten incansablemente, pero que, cuando la dura
realidad de que las cosas van o pueden ir mal aparece, fuerzan a una reflexión
hasta entonces inexistente o irrelevante.
Es lo que ha pasado en Escocia o es al menos lo que nos
dicen que ha pasado, que la gente se ha asustado con las consecuencias que
podría tener desgajarse del Reino Unido y ha cambiado su voto o, lo más
probable, ha votado lo que pensaba y no decía, porque la mayoría silenciosa que
reclaman todos como suya es muy suya e impredecible. Lo han puesto en evidencia
los escoceses que, en las encuestas, gratuitas, han dicho una cosa y en las apuestas,
donde se han jugado sus buenas libras han dicho otra que, curiosamente, casi ha
clavado los resultados reales del referéndum.
Por eso no entiendo ese miedo a autorizar la consulta en
Cataluña. Y no lo entiendo porque estoy seguro que con una campaña intensa y
decente, en la que se expliquen las cosas bien, la mayoría de los ciudadanos,
yo si pudiese, votarían a favor de que cambie la relación entre Cataluña y el
resto de España, pero permaneciendo en ella. E insisto, estoy seguro.
Otra cosa es que desde esta Moncloa de Rajoy y esa
Generalitat de Mas hagan lo imposible por agudizar el desencuentro,
porque saben que, en el conflicto, se refuerza la imagen mesiánica que tanto
gusta a parte de su electorado. Por eso nos cuentan "el conflicto catalán"
como un melodrama de buenos y malos, porque saben que una cosa es hablar, otra
pensar y, finalmente, otra es votar.
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