Un viejo dicho, basado menos en la razón que en la
experiencia, que dios va con los malos cuando son más que los buenos. Algo de
eso debe haber, cuando lo que ayer se pudo vivir en la sala del Supremo en que
se juzga al todavía juez Garzón ha quedado enterrado por las vertiginosas contrarreformas
del gobierno, la salvaje tragedia de Port Said y una ola de frío que, cuando
llegue, ya nos encontrará congelados de tanto oír hablar de ella.
Y hablando de frío, qué pena que la justicia antes que justa
sea fría. Cómo es posible, si no, que las ancianas que ayer contaron su
tragedia sin fin ante el tribunal, sin fin porque aún no han aparecido los
restos de sus seres queridos, no hayan obtenido respuesta después de tres
cuartos de siglo de presunta paz, la de los cementerios y las cunetas, y de
treinta y cinco años de democracia.
Dicen que, cuando la justicia llega tarde, ya no es justicia
y, desde luego, en este asunto no lo va a ser. Apenas quedan supervivientes
entre los hijos, hermanos, maridos y esposas de aquellos que fueron asesinados
fría y sistemáticamente por un régimen impuesto tras una guerra sangrienta que
duró más de lo militarmente razonable, porque lo importante era el exterminio
de quienes, con mayor o menor acierto osaron acabar con la incultura, la
injusticia y el hambre, endémicas en España.
¿Qué pretende la magistratura española? ¿Quizá restablecer
su honor y sus derechos cuando hayan pasado varios siglos, como hace la iglesia
católica con aquellos a quienes persigue? Ni siquiera sería ya justo hacerlo
ahora. Sí un alivio para sus deudos que podrían tener un sitio al que ir para
pensar en ellos después de tantos años de apretar los dientes y guardar
silencio.
No he conocido en mi familia casos como los que de quienes
reclaman justicia, excepción hecha de algún exilio, aunque hace poco he sabido que mi abuelo podría haber
sufrido la misma suerte que sus desaparecidos. Sin embargo, tengo grabado en mi
pensamiento el relato que nos hizo en la radio una mujer, creo que de
Salamanca, que contó como domingo tras domingo veía comulgar en la iglesia del
pueblo al hombre que se llevó a su padre y una caja de plata maciza que nunca
apareció. Por eso me pregunto qué temen los hijos de los verdugos. Sus padres o
están muertos o no están en edad de ir a prisión. Y la única respuesta que
encuentro es que temen que alguien ponga en duda el origen de su patrimonio. Incluso
el del dinero con que se pagó su carrera. Alguno, incluso, hoy será juez. Pero
se equivocan. Lo que pretenden estos ancianos es que se sepa donde están sus
desaparecidos y qué pasó con ellos.
Lo dicho, dios está con los que callan, porque siempre va
con los malos cuando son más que los buenos y la justicia es capaz de una
frialdad infinita antes de llegar a ser justa.
.La
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