No hay nada como caer derrotado para caer en la cuenta de
que los demás, los vencedores, deben hacer lo que uno mismo no ha sido capaz de
hacer en su caso o en su casa. Si no fuese para echarse a llorar, a uno le
daría la risa viendo los que está viendo en las horas posteriores a la victoria
de Rubalcaba en el trigésimo octavo congreso del PSOE.
Es evidente que podría ser bueno que, al igual que ocurre
con el Parlamento de la Nación, las sillas de la ejecutiva se repartiesen en
función de los resultados del congreso del partido, pero hay que tener en
cuenta que la ejecutiva es el gobierno del partido y no su parlamento. Por
tanto, resulta razonable que los ministros de ese gobierno sean de la confianza
del secretario general.
Otra cosa debe ser el Comité Federal, en el que sí deberían
estar representadas todas las sensibilidades del partido y en la proporción más
aproximada a los resultados de ese congreso. No sé si tal cosa se recoge así en
los estatutos del PSOE. Lo que sí tengo claro es que, ante la posibilidad de
ganar la secretaría general y asumir el poder en el partido, nadie propone las
reformas que harían que la elección de los cargos de la ejecutiva se hiciese de
manera más democrática.
Tomás Gómez, Carme Chacón o José Antonio Griñán, quienes,
por sí mismos o por personas interpuestas, se han quejado del rodillo Rubalcaba
deberían recordar cómo se ha comportado Tomás Gómez al frente del partido en
Madrid, cómo se impuso el voto en exclusiva del PSC a la ex ministra o cómo la
práctica totalidad de las ejecutivas provinciales andaluzas dejaron bien claro
que estaban con Chacón. Ahora vienen los lamentos y me temo que en los próximos
meses vendrán los navajazos a los compañeros en las distintas federaciones
regionales o cómo quiera que se llamen ahora.
Es una lástima que la democracia interna en los partidos
siga siendo la más utópica de las utopías con las que sueña el hombre moderno.
Fundamentalmente porque los partidos son el instrumento que nos hemos dados
para administrar la democracia de todos.
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